El virus de la homofobia
Los discursos contra quienes tienen orientaciones sexuales diversas suponen una forma de violencia a la que no debemos acostumbrarnos y que debe combatirse en las calles, en las administraciones y en los parlamentos, aunque sea la última opresión en ser tomada en serio


En un hermoso artículo publicado en 1990, la escritora estadounidense Barbara Smith subrayaba que “la homofobia es normalmente la última de las opresiones que se menciona, la última en ser tomada en serio, la última en ser considerada”. Esta reflexión, nacida al calor de su propia experiencia vital —como “mujer negra, lesbiana, feminista y activista”—, apuntaba hacia el papel fundamental que desempeña el sistema educativo en su erradicación. A pesar de las tres décadas transcurridas, de las leyes promulgadas y de las políticas públicas implementadas, resulta desasosegante constatar la presencia de discursos homofóbicos en aulas de tantos y tantos países. Sin embargo, no es solo un problema que deba resolverse en los centros docentes, sino también, por ejemplo, en las calles, en las administraciones públicas y en los parlamentos. Empezando por los nuestros.
Del chiste manido a las agresiones físicas, pasando por la injuria verbal, las múltiples facetas de la homofobia (en donde Smith hubiera incluido, claro está, la lesbofobia, la bifobia o la transfobia) siguen campando a sus anchas y, con ellas, la violencia. Una violencia con la que nadie en su sano juicio debe comulgar. Recuérdese, por si acaso, que también fue en 1990 cuando la asamblea general de la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales. Y que cada 17 de mayo, día de esa votación histórica, se conmemora la jornada contra la homofobia, la transfobia y la bifobia. Si la homosexualidad no es una enfermedad, según la OMS, probablemente lo sea la homofobia, como delatan sus dos últimas sílabas.
Reducir la homofobia a una enfermedad mental resultaría tan beneficioso como imposible, pues puedo imaginar miles de estadios olímpicos rebosantes de pacientes a los que curar. No creo pecar de exagerado al afirmar que en España hay un número mayor de homófobos, de muy diversa graduación, que de personas contagiadas con el virus de la covid. Muchos millones, en otras palabras. El “virus” de la homofobia, además, es muy duradero y no se combate con vacunas —tampoco creo que la inmensa mayoría se dejara vacunar, por aquello del negacionismo inherente al pensamiento hetero (“straight mind”), que conceptualizó Monique Wittig—. Por otra parte, se transmite con suma facilidad, a través de millones de contactos, como los que fortalecen la misoginia o el racismo, sin ir más lejos. A la vista está en nuestro país y lo confirman las fuentes policiales y los observatorios contra la homofobia o las LGTBfobias, entre otros.
Mientras tanto, persiste aquel “miedo a volver a casa: homofobia”, del que hablara Gloria Anzaldúa en Borderlands/La frontera, favoreciendo un juego de palabras entre home (”casa”) y “homo”, que también puede ser razón de fondo de no pocos suicidios en estos tiempos de pandemia. Las personas de una cierta edad o posición, de un cierto estatus profesional o contexto social, podemos ofrecer una lectura en clave empoderada de nuestra experiencia vital, rebajando el dolor del acoso sufrido; no así tantos jóvenes, dentro y fuera de nuestras fronteras. ¿Recuerdan la galardonada película Moonlight (2016), de Barry Jenkins? Sin duda, la tragedia que cifra es mucho más frecuente que la experiencia mostrada en Call Me by Your Name (2017), de Luca Guadagnino. Las vidas estigmatizadas no suelen ser luminosas.
La homofobia es anterior al nacimiento mismo de la palabra, a finales de la década de los sesenta. Entre las muchas cuestiones que fluyen en los Diarios de Rafael Chirbes, uno de los libros más celebrados del pasado 2021, la homofobia es una de aquellas que me parece menos marginal, a pesar de que haya quien se la salte, como salvaguardando la reputación del autor de, nada menos, Mimoun (1988) y Paris-Austerlitz (2016). Es la cara opuesta de la que se refleja en El hijo del Capitán Trueno, en donde Miguel Bosé retrata el modelo de masculinidad imperante durante el franquismo que encarnaba y practicaba su padre, el torero Luis Miguel Dominguín, cuyos efectos no andan tan alejados en el fondo de los que pinta Jordi Esteva en El impulso nómada, unas memorias en donde la huida que sugiere el título aparece marcada por la diversidad sexual. Estos tres volúmenes acaban de aparecer, como quien dice, y se unen a una larga lista de textos más o menos autobiográficos en donde la homofobia deja de esconderse.
No me sorprende que también el año pasado haya visto la luz Gaynteligencia emocional. Más resilientes de lo que pensamos, de Gabriel J. Martín, en donde este psicólogo brinda herramientas de supervivencia a jóvenes y adultos de hoy mismo. No me extraña que su segundo capítulo sea “Una biografía emocional demasiado exigente”, visto lo visto. La homofobia (y con ella, la lesbofobia, la bifofia o la transfobia) es una violencia a la que no debemos acostumbrarnos y que debe combatirse en las calles, en las administraciones públicas y en los parlamentos, aunque sea la última opresión en ser tomada en serio, como muy bien calibró Barbara Smith. No debe sorprendernos la resolución 2417 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, del pasado 25 de enero, para combatir el aumento del odio contra las personas LGBTI en Europa.
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