Democracias entretenidas y aburridas
El 90% de españoles que desconfía de los partidos aún no desconfía de la democracia. Pero no entendemos la democracia sin partidos


Tras 16 años, Merkel abandona el cargo. Mientras gobernaba Alemania, en España han pasado tres presidentes. El nuevo Gobierno estará formado posiblemente por socialdemócratas, verdes y liberales. Empieza una nueva era. Parece emocionante.
En realidad no lo es. El líder socialdemócrata Scholz es aburrido incluso para los estándares de la política alemana. Su política es continuista. Si pudieran, los alemanes votarían de nuevo a Merkel.
Mi padre, alemán conservador de la CDU, lector obseso de periódicos españoles y alemanes, dice que no ha aguantado ningún debate electoral porque se aburre. Se discuten el techo de la deuda o la descarbonización. Pero tampoco le gusta el histrionismo de los debates españoles, en los que hay desplantes e insultos y poca exposición de ideas. Él, que vive entre dos culturas políticas, no se decide por una.
La política siempre provoca insatisfacción. ¿Qué política queremos? ¿Una aburrida y eficiente? ¿O una entretenida y emocionante, en la que proyectamos nuestros deseos de épica y autenticidad? Cuando la política es demasiado entretenida se cumple lo que avisa la maldición china: “Ojalá vivas tiempos interesantes”. Lo interesante no es siempre lo mejor para la política. Si es demasiado interesante es porque es demasiado entretenida. Y una democracia de audiencia conduce a liderazgos cesaristas, tribalismo, lógicas plebiscitarias y populismos. Pero si la política es demasiado aburrida y gris y basada en la pura gestión tecnócrata, acaba alejándose de la ciudadanía y produce apatía, cinismo y una aceptación acrítica del statu quo.
En España llevamos años hablando de que el multipartidismo ha “italianizado” nuestra política: elecciones constantes y negociaciones eternas, polarización, desencanto con las instituciones. Y una “catalanización” (por culpa del procés) de la política: ruptura de consensos y desprecio por los acuerdos de la Transición.
Combinamos lo peor de las democracias entretenidas y lo peor de las aburridas. Por un lado, la polarización nos divide en bandos irreconciliables. Es una batalla de absolutos muy divertida. Hay ministros que aparecen en programas del corazón para comentar sentencias judiciales y políticos tuiteros que recomiendan series de televisión. Por el otro, la ciudadanía se siente alejada de las decisiones políticas como ocurre en regímenes más tecnocráticos. Según la última encuesta del Eurobarómetro, el 90% de los españoles desconfía de los partidos, el 76% del Congreso, el 74% del Gobierno y el 51% de los jueces. Es una combinación paradójica: estamos hiperpolitizados y movilizados, pero también abundan la fatiga y el desencanto.
El 90% de españoles que desconfía de los partidos aún no desconfía de la democracia. Pero no entendemos la democracia sin partidos. En su libro Partido y democracia, Piero Ignazi dice que los partidos ya no están conectados con la ciudadanía, “solo persiste su vínculo con el Estado”. Se han convertido en “organizaciones autorreferenciales, distantes y protooligárquicas desvinculadas de la sociedad y despegadas de las necesidades de las personas”. Del desencanto con los partidos al desencanto con la democracia hay un camino muy corto.
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