Saquen a los tribunales de mi conciencia
Dejemos de pensar como amenazados por la libertad de los otros y convengamos que la mejor ley es aquella que atenúa el sufrimiento de alguien sin perjudicar a los demás


Detrás de las objeciones más habituales a la ley trans se esconde un equívoco algo despreciativo hacia los destinatarios de la reforma. La idea del cambio de sexo nos adentra en un territorio desconocido, pero ¿por qué no en lugar de hablar tan a menudo del futuro hablamos del pasado y en vez de fabricar distopías, observamos lo que llevamos recorrido? Porque los conflictos con la identidad de género se remontan muy atrás en el tiempo. Que la gente siga escribiendo a raíz de la ley sobre la posibilidad de que legiones de hombres vayan a cambiarse de género para cobrar las ayudas a la mujer resulta algo tan lamentable y tan despreciativo como esos que dicen que la regulación del aborto empuja a cientos de mujeres a abortar por frivolidad. Quizá las personas trans, pese a ser una minoría muy minoritaria, merezcan más respeto. Su cambio de identidad no es el fruto de una ley ni una moda, sino de un proceso íntimo que hasta ahora debía llevarse a cabo de manera furtiva, lesiva y poblada de obstáculos.
Si en vez de hablar tanto del futuro temible nos fijáramos en el pasado conocido, concluiríamos que la ley trans nace para dar acomodo a personas a las que hasta ahora la sociedad solo ofrecía marginalidad y desprecio. Ya va siendo hora de que entendamos que las leyes de eutanasia o transexualidad no obligan a nadie a someterse a ellas, tan solo ofrecen a quien toma esa decisión la salvaguarda de su dignidad invadida por una sociedad paternalista y reacia al avance. A lo largo de los siglos los cambios de sexo han motivado muchas tragedias personales, la mayoría de ellas ocultas. ¿Por qué va a ser dañino afrontar el modo de resolver esas situaciones, de ofrecer a tantas personas que estaban condenadas a la vergüenza una ventana de aceptación y comprensión? Está por ver que se produzcan esas oleadas que tanto temen algunos, lo que conocemos es la profunda herida de quienes hasta ahora se enfrentaban al cambio de género sin el menor amparo.
Es comprensible que el tratamiento médico requiera supervisión científica, tiene sentido pues serán médicos quienes apliquen el tratamiento. Lo que no tiene ningún sentido es que un tribunal médico o psicológico haya de enjuiciar la verdad profunda de una intimidad que les es ajena. Es una fechoría habitual pretender que las decisiones personales que afectan tan solo a uno mismo tengan que someterse a un escrutinio ajeno. Nadie tiene derecho a invadir el área de decisión personal sobre la propia sexualidad aunque sea en edades muy tempranas. Es precisamente en la pubertad donde estalla ese conflicto y por lo tanto aplazar a la mayoría de edad cualquier decisión es poco menos que condenarte a sacrificar la juventud para calmar las conciencias ajenas. Por supuesto que la gente puede equivocarse e incluso revertir sus impresiones, todo ser humano afronta un proceso de evolución, pero la búsqueda de consejo y guía ha de partir de una decisión voluntaria y no de ninguna obligación legal. Con esta forma de pensar, los homosexuales aún tendrían que someterse a un tribunal científico para determinar si se trata de una pulsión aceptable o un caprichito pasajero. Dejemos de pensar como amenazados por la libertad de los otros y convengamos que la mejor ley es aquella que atenúa el sufrimiento de alguien sin perjudicar a los demás.
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