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No hay crisis reputacional en nuestro Sistema Nacional de Salud, pero hay salarios bajos, contratos temporales que se suceden sin interrupción y problemas de presupuesto

El sintagma “crisis reputacional” nació asociado a las prácticas irregulares, cuando no delictivas, de la banca y desde ahí fue extendiéndose, cual mancha de aceite, sobre gran parte de las instituciones en cuyo entramado descansa o se agita la vida social. Lo curioso es que los organismos que conservan su reputación progresan poco o mal. Se diría que la ausencia de honra constituye más un mérito que una rémora. ¿Quién siente aprecio por su compañía eléctrica, por su suministradora de gas o por su banco? Nadie, sin duda, y con razones más que fundadas para ello. Pero dependemos hasta tal punto de sus servicios que no podríamos mandarlos a freír espárragos. Se diría que crecen, que engordan y que se multiplican gracias a nuestro desafecto. Tal vez si en un ataque de locura decidiéramos amarlos, quedarían reducidos a cenizas en cuestión de horas. Suena raro, pero ¿hay algo que no suene raro en nuestros días?
Una organización, en cambio, como el Sistema Nacional de Salud, cuyos empleados se han jugado la vida a lo largo de este difícil año, y que goza de la admiración y el cariño de los contribuyentes, ha de sacar adelante su trabajo con enormes dificultades. Recuerden que empezaron defendiéndose del virus con bolsas de la basura y que enfermaron y murieron, sobre todo en la primera ola de la pandemia, cuidando de nuestros padres, nuestros hijos, nuestros vecinos o de nosotros mismos. No hay crisis reputacional ahí, pero hay salarios bajos, contratos temporales que se suceden sin interrupción, problemas de presupuesto, etcétera. Es un ejemplo que podríamos ampliar si dispusiéramos de más espacio, pero es un ejemplo que evidencia los beneficios de la mala reputación en este perro mundo en el que nos ha tocado vivir.
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