La grandeza de ser segundo
Una buena tropa es más útil que todo el generalato. Ya lo verán, van a ser los anónimos sin brillo, una vez más, quienes salven el mundo


Las monarquías, si perecen, será por la dimisión de sus representantes, no tanto por la acción de sus opositores. Si uno observa la polémica desatada por el plante del hermano pequeño del heredero a la corona británica, comprende que se trata de un paso en la dirección que apuntábamos. Ya muy pocos aceptan ser segundos, pues sostienen que padecen todos los rigores del cargo sin ninguna de sus ventajas. Los protagonistas han querido disimular el problema verdadero detrás de las excusas más a mano: racismo, clasismo, frialdad. Pero si a una casa real empiezas por quitarle los rasgos de distinción, acabas por vulgarizarla y proletarizarla hasta la extinción. Pese a lo confesado en una entrevista medida y victimista, lo que ha estallado en esta crisis de la realeza británica es un síntoma muy extendido. La incapacidad de muchas personas por entender que ser segundo es tan válido y necesario como ser primero. Es más, en esta vida moderna demuestra mucho más talento y saber estar quien acepta su puesto secundario que muchos triunfadores. Como saben las mejores familias, ser el hermano mayor es un cargo, pero ser el hermano pequeño es un privilegio.
No querría en un momento en el que la política española necesita un poco de sosiego y cierta dosis de desatención mediática incluir a ese sector profesional en la reflexión general. Pero me temo que en el poder también hay una crisis profunda en torno al entendimiento de la figura del segundo. Quienes buscan el poder absoluto es porque temen la sombra del aliado, son incapaces de convencer y tejer estructuras, así que solo aspiran al dominio despótico. La soberbia es un mal que atrapa a los primeros, los empequeñece y condena a ser dueños de un juguete roto y aburrido. Por eso es tan importante que los segundos entiendan el fundamental espacio que ocupan. Se puede perder, quedar por debajo, ser acompañante y sin embargo cabalgar con entereza. Los segundos también pueden terminar por padecer esa soberbia dañina, en su caso además vivida de forma oculta y rencorosa hasta convertirla en un tumor maligno. Quitarle el puesto al que está por encima puede ser una noble ambición deportiva, pero aceptar tu lugar en el escalafón requiere humildad, talento y grandeza.
Si uno mira a la sociedad, lo que más abunda son los segundones. Frente a la minoría de los triunfadores se alza una enorme mayoría de discretos y esforzados hombres del montón. Ellos son los que sostienen el mundo. La mediocridad honesta y decente es la gasolina de nuestra sociedad. Si los segundos nos dejamos caer en la tentación de ganar, escalar puestos y pisar el mérito ajeno, entonces la raza humana se irá al carajo. Los segundos saben que nada hay más triste y solitario que un número uno, porque más temprano que tarde perderá el sitio y vivirá de añorarlo en un rencor callado y mortal. Los buenos segundos en cambio se pasan la vida limpiando su acera, haciendo felices a los de alrededor, trabajando en lo oculto, adecentando sin premio este mundo equívocamente deportivo y sembrado de galardones que son minas antipersona. Ser del montón requiere personalidad, valentía y gracia. En este panorama egoísta de confrontación permanente, una buena tropa es más útil que todo el generalato. Ya lo verán, van a ser los anónimos sin brillo, una vez más, quienes salven el mundo.
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