‘Estilo Illa’
La actitud moderada del exministro compensa su desigual balance

Salvador Illa dejó finalmente este martes la cartera de Sanidad en el Gobierno para encabezar la candidatura socialista a la Generalitat de Cataluña. El juicio sobre su gestión en uno de los cargos más estratégicos en estos tiempos excepcionales es ambivalente. Los malos datos que exhibe España en el calvario pandémico pesan gravemente en su balance. Este país figura entre los que registran mayor exceso de muertes en proporción a su población en la fase pandémica. Datos publicados el martes por el INE señalan que solo en el primer semestre del año pasado fallecieron unas 43.000 personas más que en el mismo periodo del año anterior. Además de este cuadro general, varias circunstancias específicas de su gestión son discutibles.
Estas observaciones, sin embargo, deben ser puestas en contexto. Es evidente que el reto era titánico, que errores similares se han cometido en sociedades más avanzadas y, sobre todo, que las responsabilidades en este asunto están compartidas. Por un lado, el grueso de las competencias de salud pública recae en las comunidades autónomas; por el otro, las defensas del sistema sanitario se debilitaron a causa de los recortes aplicados por Administraciones precedentes en la última crisis económica.
Pero en el balance de Illa hay otro elemento que es relevante. La situación política española exhibe una tensión cada vez más extrema, una polarización realmente brutal. En este pésimo entorno, la actitud moderada del ministro cesante y su disposición permanente al diálogo han marcado un tono institucional con escasos parangones en la actual élite política. Es este un valor de sustancia, no solo de forma. Se trata de un atributo esencial para mejorar el futuro de España —y, desde luego, de Cataluña—, pues el tono moderado y la disposición a escuchar son el pilar que respalda la posibilidad de cooperar y pactar. La base, en definitiva, del método democrático.
Desde luego, la salida de Illa de la escena gubernamental habría ganado acudiendo en su despedida a rendir cuentas al Congreso. Hubiese sido lo correcto. Pero también es evidente cierta hipocresía de sus críticos —no solo de la oposición—, que se aferran a este episodio. Primero, se le criticó por alargar su mandato, manteniéndose en el cargo ministerial (hasta el inicio de la campaña); después, por acortarlo (imposibilitando su comparecencia en el Congreso), y en algunos casos, a la vez por considerarlo simultáneamente horroroso (el “peor ministro de la historia”, se engolaron algunos) e indispensable (por presunto “abandono del barco” en la pandemia). Estos excesos retóricos ilustran, más que la debilidad política de Illa, la de los argumentos de bastantes de sus contrincantes. En este contexto, cabe señalar que el ministro de Sanidad ha comparecido ante el Parlamento, con temple y buen estilo, en numerosas ocasiones durante su mandato.
Ahora, si el efecto Illa interesa a su partido en particular, en cambio, conviene a todos que cuaje la expectativa del estilo Illa: que el talante moderado, proporcionado y respetuoso que ha mostrado se traslade al agónico tablero al que vuelve. Nunca como hoy Cataluña ha necesitado tanto restablecer los puentes del diálogo; la consideración de los rivales como competidores y no como enemigos, y la función pública como servicio, en vez de espectáculo salpicado de excomuniones, insultos y división.
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