Los cipreses bajo la luna
La atención a los ancianos ha de ser una cuestión de Estado, como la educación de los niños, y mientras no aceptemos eso no habremos avanzado en un problema que es general


Cuando acabe esta tragedia y la crispación y el miedo den paso al análisis sosegado, habrá que hacer muchas reflexiones, pero la principal de todas tendrá que ser sobre cómo cuidar a nuestros ancianos, las grandes víctimas de esta guerra silenciosa que por sus características se puede llamar mundial, la más mundial de todas las conocidas hasta el momento. Cuando pase todo esto, la luna iluminará miles de cipreses, los que señalen en la geografía del mundo las tumbas de los ancianos muertos por la covid-19.
A estas alturas de la tragedia, todos tenemos ya claro que los ancianos han sido los grandes perdedores de esta guerra, pese a que algunos se empeñen en hablar de la economía y otras cuestiones. Ante la muerte cualquier otra consideración sobra, y la muerte se ha cebado en esta crisis con ese sector de la población cuya improductividad lo hace casi invisible pese a que nos pertenezca a todos. Si comparamos esta guerra con otras anteriores, los ancianos serían los judíos, y sus residencias, los guetos de los que día y noche se elevaba al cielo el humo de las cenizas. Conozco a gente a la que, de hecho, le han entregado a sus padres o familiares así, sin poder acompañarlos en sus últimos momentos, ni siquiera enterrarlos hasta pasados unos meses. “Te queda la sensación de que no murió realmente”, ha escrito un escritor amigo en su diario digital. Sin dramatizar ni cargar las tintas, si lo que ha sucedido y sucede aún no sirve para que reconsideremos el trato a nuestros ancianos y la forma de cuidarlos cuando ya no se valen por ellos mismos es que no hemos sacado ninguna enseñanza de esta pandemia por más que a todos se nos llene la boca diciendo que sí.
Tampoco se trata de estigmatizar ahora, como algunos hacen, especialmente aquellos que por su capacidad económica se pueden permitir mantener a sus familiares ancianos en sus domicilios cuidándolos ellos o contratando a personas que lo hagan en su sustitución, pues las circunstancias son tantas como las familias y son millones las que no pueden ocuparse de los suyos, bien por imposibilidad material de hacerlo, bien por desavenencias entre los descendientes, incluso por incapacidad de unos u otros. El cuidado de los ancianos no es solo obligación de sus familias, sino de la sociedad entera. Por eso, después de lo sucedido en esta guerra silenciosa de la covid, la sociedad de cada país es la que debería en conjunto revisar el modelo de asistencia a los ancianos, que ha fallado estrepitosamente como los datos nos cuentan por más que todos queramos echar la culpa a los gobernantes, que a su vez se la echan entre ellos para tratar de salir impunes. No hay más que ver, en España, cómo en cada autonomía los Gobiernos rechazan las comisiones de investigación que los partidos de la oposición proponen, que a su vez hacen lo mismo en las autonomías en las que gobiernan, siendo ahora los que las rechazaban los que las piden. En fin.
La atención a los ancianos ha de ser una cuestión de Estado, como la educación de los niños, y mientras no aceptemos eso no habremos avanzado en un problema que es general, porque todos antes o después necesitaremos de ayuda antes de que la luna nos ilumine como a los que ahora se han ido sin la dignidad que merecían como personas y sin la compañía que necesitaban.
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