Un respeto
A los difuntos les da lo mismo tener dueño que no, ya que ni sienten ni padecen, pero a los vivos deberían dolernos esos cuerpos desabrigados como si fueran nuestros


Durante los meses de pandemia ha aumentado el número de cadáveres que nadie reclama para sí y de los que finalmente han de hacerse cargo las instituciones públicas. A los difuntos les da lo mismo tener dueño que no, ya que ni sienten ni padecen, pero a los vivos deberían dolernos esos cuerpos desabrigados como si fueran nuestros. Le dan ganas a uno de presentarse en el depósito y decir al funcionario de guardia: “Póngame este muerto y este otro, y guárdeme el de más allá para la semana que viene”. Si uno tuviera todo el tiempo del mundo, daría tierra a esos huérfanos sin vida. Los sepultaría con el amor y la dedicación del productor de miel o del que cultiva tulipanes. Y no preguntaría, al llevar a cabo las burocracias precisas para hacerse con ellos, si los restos humanos habían sido altos o bajos, hombres o mujeres, blancos o negros, ricos o pobres, subsecretarios o directores generales. Uno lo haría por vergüenza, en nombre de la especie, para evitar que los chacales y los perros se formaran una mala opinión de nosotros. Uno lo haría por el qué dirán.
Los muertos bien tratados constituyen una forma de riqueza, deberían formar parte del PIB de la memoria. Después de todo son una forma de nación inversa, son el forro de nuestras vidas, las entretelas de nuestras existencias. Los Estados deberían formar cuerpos de élite encargados de recorrer los tanatorios para dar el pésame a los deudos en nombre de la humanidad. Los muertos, no vamos a decir que no, son en primera instancia de los hijos, los padres, los cónyuges, pero lo son también de todos y cada uno de nosotros. Un difunto es una cosa sería, debería tratarse como una excepción a la regla porque la regla es la vida. Morimos de vivir. Por favor, un respeto.
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