Sacerdotisa
La pandemia ha subrayado un concepto de cultura como accesorio que conduce a despreocuparse económicamente de ella


En época de enfermedad y pobreza, hablar del gremio de la cultura parece asunto de quejicas. Pero el gremio está herido y, dentro de su burbuja de glamur, bohemia y culpa por desempeñar una actividad vocacional que a veces está subvencionada —"A veces, algunas veces, el cantor tiene razón", entonaba María Ostiz—, lucha por su dignidad. Durante el confinamiento hemos colaborado con una idea de cultura que podía aliviar encierro y peste. La cultura como espacio para la escapada y taxidermia de la alegría. No tengo nada en contra de esas funcionalidades siempre y cuando no nos quedemos en “No, no hay que llorar” y sepamos que la canción del verano alegra el corazón —o no— tanto como las Danzas húngaras. Es cuestión de momentos y, en los momentos confinados, la cultura ha sido ese producto que se “consumía” porque disponíamos de unas horas de las que se carece en la vida “normal” —todas las comillas me duelen—. La cultura estrecha su vínculo con el tiempo muerto más que con una pulsión que va desde lo íntimo hacia lo público, enciende el farolillo de la lucidez y en el acto de visibilizar zonas oscuras incide en la transformación de lo real. Nuestra contribución es minúscula y no inmediata. Pero sirve: para atontolinar, sumirnos en la música ambiente o cantar como Amy “No, no, no”. Mi conocimiento sobre vocalistas femeninas es tremendo. Igual que mi insistencia en que a veces lo que nos saca de nuestras casillas no es lo que leemos, sino la manera de leerlo. En arte y literatura el cómo es el qué: perturba, reta, maltrata o pasa la mano por la crin. El estilo es ideológico —¡chicha!— y no hay que ponerse así por un spoiler.
La pandemia culturalmente ha tenido repercusiones positivas —reencuentro con los textos, solidaridad con las librerías de barrio—, pero también ha traído otras consecuencias —asociación de lo cultural con lo que se hace cuando no se puede hacer otra cosa—. Ha subrayado un concepto de cultura como accesorio que conduce a despreocuparse económicamente de ella. No importa su contribución al PIB. Aunque se han hecho esfuerzos como el del Ayuntamiento de Gijón que celebró su Semana Negra en versión hipotrófica, se producen agravios comparativos: mientras se mantenía la distancia de seguridad en el Instituto Jovellanos y se desinfectaba cada silla entre acto y acto, las terrazas bullían de personal. Hay que favorecer a la hostelería, de la que vive tanta gente, pero los eventos culturales han reducido sus aforos hasta extremos insostenibles, se “virtualizan” o se anulan sin ofrecer contraprestaciones económicas. Las trabajadoras autónomas autoexplotadas perdemos oportunidades para autoexplotarnos. O lo hacemos como pollo sin cabeza. Contemplamos cómo una agenda repleta de acontecimientos muta en tachadura y nos lanzamos histéricamente a grabar para las redes vídeos con contenido cultural que, salvo excepciones, no se remuneran. La agenda se abigarra de cara al último cuatrimestre. Pero he vuelto a coger el rotulador de tachar y, entonces, desde mi egoísmo, incertidumbre y privilegios, me acuerdo de actrices, impresores, editoras, libreros, montadoras, violinistas, taquilleras, tramoyistas, escenógrafas, galeristas, scripts, conferenciantes, acróbatas, gentes de los oficios —no de los sacerdocios— culturales, y me echo a temblar…
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