La avaricia
Imagino a nuestros herederos rompiendo en el futuro las ánforas digitales de nuestros tesoros electrónicos y descubriéndolas vacías, sin monedas que den contra la losa


Fue en abril de 2016. Una mañana cualquiera, una obra pública más en un pueblo a las afueras de Sevilla, Tomares. La excavadora dio con un obstáculo, algo sonó a roto, un obrero se asomó a la zanja y 19 ánforas con 600 kilos de monedas de los siglos III y IV volvieron a ver la luz. Imaginemos a un hispanorromano cavando en el suelo rocoso, llevando de noche las ánforas desde el carro en que las había transportado, colmatando la fosa. Más allá de la propia fertilidad del suelo andaluz, aquel terreno se convertía en la tierra más rica de Hispania por el metal de las 22.000 monedas sepultadas. No sabemos si el dueño fue un especulador o un cambista, pero el viejo poseedor se nos hace tiernamente ridículo en su avaricia inútil: su fortuna nunca recuperada no lo hizo rico a él sino a nosotros por la trascendencia de ese hallazgo.
Las palabras avaricia y avidez comparten raíz, ambas describen la acumulación anhelante, dolorosa en su afán; la lengua antigua la retrataba con la imagen de un río que no sacia al avariento: “Tú eres avaricia, eres escaso mucho, / non te fartaría el Duero con el su aguaducho” decía el Libro de buen amor. El agua, hoy y ayer, es un bien escaso que incita a la codicia. A estos tesoros materiales —las monedas, las acequias—, las sociedades actuales han añadido la nueva avidez de acumular adhesiones en forma de likes en redes sociales, megustas bebidos para satisfacer una sed distinta, la del ego. Imagino a nuestros herederos rompiendo en el futuro las ánforas digitales de nuestros tesoros electrónicos y descubriéndolas vacías, sin monedas que den contra la losa. También imagino a los historiadores del mañana explicando cómo esas ánforas fueron manejadas por partidos y líderes para comprar seguidores que hicieran emerger o sumergir noticias y elecciones. Entiendo bien las viejas avaricias materiales, con su dimensión humana, con trazos seguros en el mapa del tesoro, pero siento pavor ante los efectos de esa avaricia que alinea bots en las redes para manipularnos.
Por eso, asentada en la misma diadema del Aljarafe donde se enterró el tesoro de Tomares, me entrego a mi propia avaricia, inmaterial pero tangible: la de amontonar en mis ánforas la luz y las lecturas de este verano, para cuando no haya.
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