Celebración de un siglo
Hoy cumpliría 100 años Luis González y González, autor de ‘Pueblo en vilo’, que honra la literatura mexicana como una de sus mejores prosas a presumir y donde lo minúsculo se vuelve monumental


Hoy cumple 100 años de vida un hombre que dicen que murió el 13 de diciembre de 2003 en la misma casa solariega en la que nació precisamente hoy, hace un siglo, en San José de Gracia, Michoacán, pueblo que el hombre que hoy celebro alzó literalmente en vilo con un libro que debería regalarse a diario en cada escuela de México y enviarse traducido a toda Europa, América, África, Asia y también Australia. Suena descabellado, pero Pueblo en vilo honra la literatura mexicana como una de sus mejores prosas a presumir y constituye un pilar inobjetable para eso que llamamos Microhistoria. Se trata de un libro donde lo minúsculo se vuelve monumental y ese pequeño pueblo, con sus llagas y tejados, su memoria suspendida y cíclicas llamaradas que lo incendian, ya sea por revolución armada, incendios varios, sequías prolongadas o las tenazas del narcotráfico -repito: ese pueblo alzado en vilo que no aparecía en los mapas hasta que lo retrató su microhistoriador monumental- merece ahora universalizarse. Merece romper las barreras de su soledad y confirmar que su retrato y radiografía se clonan en campiñas de Francia, en por lo menos una quesería intemporal de Italia, en el silencio de Sichuan, en China, en la vasta pampa argentina, en los campos de Montiel en La Mancha… o en un lugar llamado Macondo, muy cerquita de Cuévano.
El hombre al que hoy intento alzar en vilo, para cargarlo en hombros, por su centenario, se llama Luis González y González, enamorado de una Armida sin par, padres de seis hijos y abuelos de una prole entrañable. Ambos habitantes ya impalpables de la biblioteca con torre morada que se mandaron hacer en la vieja casona decimonónica de San José de Gracia, el pueblo en vilo que no deja de ser nido. En el tercer patio, que fue huerta y troje de esa casona, escribió Don Luis su microhistoria magistral, allí donde antes hubo árboles de diversos frutos, un puñado de cerdos y dos o tres vacas.
Luego de darle la vuelta al mundo con estudios en el Colegio de México de la ahora Ciudad de México, doctorales en La Sorbonne de París y un apostolado de dos años entre archivos y bibliotecas de España entera, con epicentro en Madrid, Don Luis volvió al antiguo D.F. y le dio la vuelta al mundo académico. Como discípulo dilecto de maestros ejemplares, como Maestro con mayúscula de no pocas generaciones de alumnos (y algunos discípulos) y con un gesto encomiable de descentralizar saberes y conocimiento, al sembrar El Colegio de Michoacán en Zamora, Michoacán. Acerándose a la querencia, Don Luis que acuñó y apuntaló los kilates de la Matria (en paralelo y a contrapelo de tanta Patria), redondeó su viaje volviendo a San José, alzando su biblioteca como una nao en medio de un mar de tejas ocres y paisajes callados… sobrevivir un cáncer que le robó el ojo izquierdo y luego, una viudez que le robó la mitad del alma.
Luis González y González fue como un segundo padre para mí: apadrinó y bendijo mi boda con Aura, es en la memoria intacta el abuelo pirata (por el parche) de mis hijos que, en San José, descubrieron las noches estrelladas y la legión de gatos bibliotecarios. Lo conocí porque es el padre de un querido compañero de secundaria que, con las décadas, se consolida también como mi maestro. Y lo busqué al terminar los semestres de una doble y esquizofrénica andanza por licenciarme, de oyente, en la carrera de Historia de la UNAM y matriculado entre Economía y Ciencias Sociales en el ITAM.
Se convirtió en mi maestro en 1984 a la manera soñada de las leyendas antiguas. Fue un Magister Peripatético que dictaba cátedra caminando con el pensamiento andante -ya en calles de la Ciudad de México o senderos concéntricos de San José de Gracia- donde dejaba que uno hablara luengo para luego iluminarlo todo con el sosiego y el saber. Salíamos de la casona matria hacia el cerro de Larios (que Juan Rulfo rebautizó como “Luvina” en un cuento magistral), subimos y bajamos muchas veces no pocas ideas, temas, traumas y tesis. De esas travesías sagradas, salí para licenciarme, luego casarme e incluso intentar doctorarme en España. Allí se explayaron risitas de mis hijos y se acumulan no pocas horas de lecturas interminables. Mi Maestro conservaba el horario de la ordeña y llegaba a su escritorio a las 4 o 5 de la mañana como para sugerir que ya le dejara su lugar en el escritorio y me fuera a la cama en uno de los dos cuartos (Sol y Luna) para visitas, aledaños a la biblioteca.
Abrazo aquí a su sabio hijo Fernán, que me ha guiado no sólo por diversas geografías y gastronomías, sino en la serena entereza de ponderaciones varias, y abrazo a Josefina, fina diseñadora y artista que confeccionó la portada para mi primera novela, y lloro casi a diario a mi hermana mayor Armida, que fue mi custodia y compañera de no pocas sobremesas en Madrid, y a todos sus demás hijos, nietos, sobrinos y el pueblo entero de San José de Gracia, azotado en tiempos recientes por la despiadada guadaña del crimen organizado, pero sin tambalear a la Torre Morada y a los fantasmas que de ella emanan.
Hoy debería leerse al menos una página entera de cualesquiera de las muchas invitaciones a la microhistoria que formuló Don Luis para conciencia y memoria de México y debería también leerse en todas las aulas del sistema educativo mexicano el cuento “Rita y el caracol” de Armida de la Vara. No sólo porque los enamorados siempre van juntos, sino porque la prosa de González y González no se entiende sin la peluquería de Doña Armida, quien fuera en un tiempo ya remoto la mejor coordinadora y editora de los Libros de Texto Gratuito de la Secretaría de Educación Pública (hoy enfangada en la melcocha progre del adoctrinamiento trasnochado) y con leerlos haríamos una digna aportación a la milagrosa posibilidad de que la grandeza del alma de México y sus muchos Méxicos vuelvan a volar intactos a pesar de su paso por pantanos.
La ya notable colección FARO de la prestigiosa editorial DGE-Equilibrista entrega para esta celebración el libro Centenario en Vilo, donde se reúnen 12 testimonios de primerísimo nivel con reluciente gratitud y honrada pleitesía para nuestro entrañable Patriarca con mayúscula, cuya majestad de lo minúsculo y ecuánime contagio por el conocimiento, el decantado debate, diálogo sin aspavientos y erudición sin pedantería quedarán debidamente tatuados en Una microhistoria del microhistoriador, biombo biográfico-bibliográfico que me he comprometido a publicar próximamente con el Colegio Nacional y que deseo sea como una vida en vilo que contagie, contraste y convoque a todos los lectores en la merecidísima gratitud, honra y prez que le debemos a un hombre sencillo, de horarios rancheros y caminar liviano, que leía como un Funes la memoria de las cosas y el paso de los tiempos con la sabrosa digestión en tertulia efímera o en párrafos ya permanentes. ¡Felicidades, Maestro!
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