“No es culpa de Tláloc”: Ciudad de México se inunda en un sistema colapsado
Las afectaciones que ha causado la temporada de lluvias revelan décadas de falta de mantenimiento, mala gestión urbana y el abandono institucional que agravan las inundaciones en la capital

Los mexicas fueron audaces al fundar una ciudad sobre un lago, pero 700 años después los chilangos pagan caro esa decisión con inundaciones y hundimientos. Cada temporada de lluvias en la Ciudad de México parece ser peor que la anterior y un año tras otro se dice que ha superado su propio récord en la cantidad de agua que cae del cielo. Los capitalinos, agotados por habitar una ciudad de por sí estresante, conviven durante meses con calles colapsadas, tráfico interminable y zonas de desastre donde los vecinos pierden su patrimonio, mientras las autoridades reparten las culpas y achacan el problema a la geografía o al medio ambiente. “La culpa no es de Tláloc, ni la naturaleza nos está castigando”, asegura Víctor Magaña, geógrafo de la Universidad Nacional Autónoma de México. Según los expertos consultados por este periódico, la ciudad colapsa una y otra vez por la falta de medidas de prevención, la precariedad del sistema de gestión de aguas y la escasez de mantenimiento. EL PAÍS ha recorrido algunas zonas afectadas tras un mes de julio que ha inundado, una vez más, a la capital del país.
Mientras la ciudad crece —más de 9 millones de habitantes, 22 millones si se toma en cuenta la zona conurbada— las lluvias golpean con fuerza desigual. En la Colonia del Mar, en Tláhuac, Mari y Jaime viven junto al Canal Nacional, que se desborda cuando los aguaceros son intensos. Se cansaron de perder muebles y electrodomésticos y levantaron una barda de medio metro en la puerta de su casa. Para entrar o salir, la familia de seis personas debe brincar esa obra improvisada. “Sin esta barda, ya no tendríamos nada”, explica Jaime. Mari, que también elevó el nivel de su vivienda para evitar que el agua entrara, atiende un puesto de postres frente a su casa que queda inoperante cada vez que llueve.

En la alcaldía Magdalena Contreras, donde el río creció el 19 de julio y el agua alcanzó metro y medio dentro de su casa, Ángeles seca al poco sol del día fotos familiares y muebles que se niega a perder. Se le corta la voz tratando de explicar lo que significa para su familia haber perdido el auto, colchones, lavadora y despensa. “Lo importante es que estamos vivos”, se resigna. Después de la inundación, la jefa de Gobierno de la ciudad, Clara Brugada junto a otros administrativos cuyos nombres no recuerda, visitaron su casa y le prometieron apoyos para recuperarse. Ella confía en que cumplirán, aunque reprocha que los políticos “solo van para la foto”. Más arriba, en las laderas, el agua no entra en las casas, pero abre socavones y baches que afectan a la castigada vialidad de las casi 250.000 personas que viven en la Magdalena Contreras.
Las pérdidas materiales no cuentan toda la historia. El impacto de las lluvias se siente también en la salud física y mental. “Las personas están agotadas, envejecen más rápido y se vuelven más propensas a enfermedades crónicas. El hartazgo aumenta la violencia y la intolerancia, por eso es común ver peleas en el tráfico o por algo tan simple como un garrafón”, advierte Carlos Contreras, sociólogo de la Universidad Autónoma Metropolitana.

La capital, convertida en una ciudad dormitorio donde millones pasan hasta cinco o más horas al día en transporte, se vuelve imposible de habitar en temporada de lluvias. Para muchos, el trayecto a casa implica sortear charcos, cruzar en lanchas improvisadas o cargar a niños y adultos mayores sobre los hombros. “Aquí no prevenimos el problema de mañana; apenas atendemos el de ayer”, critica Contreras. Una vez que la ciudad está bajo el agua, el gobierno local no se da abasto para gestionar las crisis y despliega operativos con trabajadores para rescatar a personas de sus autos, levantar árboles caídos y atender llamadas de emergencia.
El pasado junio, Brugada repartió 11 millones de pesos entre 736 familias afectadas por las “atípicas” lluvias. “Aquí tienen un gobierno que les responde, que está con ustedes cuando más lo necesitan, pero, sobre todo, que trabaja para remediar los riesgos, para mitigarlos y para evitar que vuelvan a ocurrir”, dijo entonces la jefa de Gobierno.
El sociólogo lo describe como un “círculo vicioso” que se repite cada año: cada tormenta provoca un colapso total del transporte y la respuesta oficial es mínima. “Siempre se culpa a los ciudadanos por tirar basura, pero no hay un sistema eficiente de gestión de residuos”. Águeda López, vecina de la Magdalena Contreras, cuenta que en muchas colonias de su alcaldía los camiones pasan de forma irregular o nunca, y en algunas zonas no pueden entrar por la estrechez de las calles. “La vida aquí es cada vez más difícil”, dice.

Contreras contrasta las inundaciones de la ciudad con lo que ha ocurrido en Valencia, España, el 29 de octubre del año pasado. Una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) provocó graves inundaciones, dejó 224 fallecidos y una disputa política entre gobiernos local y central por la falta de previsión y de respuesta. “Los valencianos acabaron metiendo las manos al lodo para limpiar y ayudar a sus vecinos, un fenómeno que en la Ciudad de México se repite con los terremotos y, cada año, con las lluvias”, explica. Vecinos que empujan autos, cargan a otros para cruzar, improvisan muros o drenan con cubetas es el paisaje de cada año en la capital. En Tláhuac, en la Magdalena Contreras y todos los barrios vulnerables del oriente, norte y sur, los ciudadanos toman el problema en sus manos.
La paradoja de los chilangos
El cambio climático sí agrava las lluvias. Durante todo el mes pasado en promedio llovieron 298 milímetros de agua, un total que rebasó el registro histórico de 150 milímetros de lluvia promedio durante otros meses de julio anteriores. Sin embargo, Magaña insiste en que el problema es una cadena de decisiones erróneas acumuladas durante décadas: un sistema de captación deficiente, drenajes sin mantenimiento, asentamientos autorizados en zonas de riesgo y una ausencia total de prevención. “Con meses de anticipación se podría limpiar y reparar coladeras, pero no se hace. Después dicen ‘nunca había llovido así’ cuando la historia de la ciudad está llena de inundaciones graves desde la época mexica”.

La historia respalda su afirmación. Manuel Perló Cohen, integrante del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, recuerda que ya en 1382, con Tenochtitlán en pleno desarrollo, las lluvias eran severas. Hubo inundaciones que duraron meses en 1580 y 1607, y otra más, en 1629, que se prolongó cinco años y obligó a miles de personas a abandonar la ciudad. Durante el Porfiriato, el gobierno impulsó el Túnel de Tequixquiac para llevar el agua a Hidalgo, una obra que tomó 14 años —de 1886 a 1900— y que amplió el sistema de desagüe, pero ni siquiera eso resolvió el problema.
“Vivimos en una paradoja en la que no hay agua, pero la ciudad se inunda”, resume Magaña. Hoy, el sistema de drenaje profundo de la capital es uno de los más grandes del mundo, con miles de kilómetros de tuberías, pero opera con un presupuesto limitado, centrado más en abastecer y distribuir agua que en mantener, filtrar o tratar la que ya se tiene. “No solucionamos los problemas, convivimos con ellos”, resume Perló. Y mientras tanto, el agua contaminada que inunda calles y avenidas —mezcla de lluvia, aguas residuales, aceite y lodo— es imposible de reutilizar.
La geografía explica parte del dilema: la ciudad está asentada en un valle cerrado, el 60% de su población vive sobre un suelo que se hunde, y el agua, que tiene memoria, corre hacia avenidas principales como Viaducto, Churubusco o Insurgentes. Pero los especialistas insisten que más allá de la visión naturalista, la mayor responsabilidad recae en la gestión urbana. Se permite construir complejos habitacionales en zonas que se hunden o inundan, no hay separación entre drenaje pluvial y sanitario, las presas no están preparadas para captar y tratar el agua, y la recolección de basura es irregular, sobre todo en colonias de bajos ingresos. Perló cree que es posible mitigar el problema con soluciones ya probadas en otras ciudades: humedales urbanos, parques o canchas inundables, camellones que retengan el agua. Pero para eso se necesita inversión e interés.

“No es un tema de partidos”, insiste Magaña. “Pasan unos y otros, y nadie resuelve nada”. Esto coincide con lo que ha relatado Jaime, vecino de Tláhuac. “Llega a la inundación, dicen que nos van a echar la mano y después se olvidan de nosotros”, lamenta. La ciudad sigue apostando a la resistencia ciudadana como primera línea de defensa. El ciclo se repite: lluvia, inundación, promesas. Y la certeza de que, cuando el agua vuelva a subir, serán los mismos vecinos quienes construyan las bardas, drenen las calles y se ayuden entre sí, con las consecuencias físicas y mentales que eso implica. Contreras lo resume así: “el estrés y el agotamiento se queda con nosotros, aún cuando la lluvia ya se ha ido”.
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