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La vida en el confín oriental de la OTAN ante Rusia: “No tenemos miedo”

Tras la incursión de drones en Polonia y el aumento de la tensión, en la frontera no temen una guerra inmediata. Pero están preparados para todo

Radar de la OTAN en la zona estratégica de Suwalki, entre Kaliningrado (Rusia) y Bielorrusia.
Marc Bassets (enviado especial)

En esta región de lagos y bosques del norte de Polonia, la vida transcurre sin sobresaltos. Un idilio de paz y serenidad. Un cuento de hadas. O, según se mire, de terror.

“No. En absoluto. No, no”, se ríe, cuando se le pregunta si siente miedo, Krystyna Kotwica, vecina de una aldea de casitas de madera cerca de Bielorrusia. “Aquí me siento la persona más segura del mundo”.

El ruido y la furia de la actualidad parecen remotos en estas carreteras desiertas entre coníferas gigantescas y estos canales donde los turistas hacen kayak. La impresión es engañosa. Desde hace unos días, esta franja en la frontera de Polonia con Bielorrusia y Ucrania es el escenario del mayor momento de tensión entre la OTAN y Rusia desde que este país invadió Ucrania en 2022.

En menos de una semana, la OTAN ha denunciado la incursión de una veintena de drones rusos al cielo polaco y han abatido a algunos. También reforzará la defensa del frente oriental. Rusia y su aliada, Bielorrusia, han puesto en marcha unos ejercicios militares al otro lado de la frontera. Polonia ha respondido cerrando la frontera polaco-bielorrusa y ha anunciado el despliegue de 40.000 soldados en la zona.

Esta es hoy una zona hipermilitarizada, el equivalente en el siglo XXI de lo que en los años treinta fue el corredor de Danzig o el del Fulda en la Guerra Fría. Un punto caliente del continente. El último frente bélico de la OTAN. El lugar donde, si estallase una guerra con Rusia, podría saltar la chispa.

Y sería un lugar curioso para empezar una guerra, mezcla de bellos parajes naturales e infraestructuras militares intimidantes. El bosque de Augustów. La valla metálica —un auténtico muro construido para frenar la entrada de inmigrantes— que divide el bosque entre la parte polaca y la bielorrusa. En dirección al norte, la ciudad de Suwałki, que da nombre al corredor de Suwałki, la franja en torno a la frontera entre Polonia y Lituania que Vladímir Putin podría ambicionar para conectar el enclave ruso de Kaliningrado con Bielorrusia. Alambres de espino, carteles de prohibido pasar, un radar en lo alto de una colina rodeado de pastos.

Si Putin, al lanzar sus drones hacia Polonia, quiso poner a prueba a ese país, a la OTAN y al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, también puso a prueba la reacción de los polacos de a pie y, en especial, de los que viven cerca de la frontera.

Hay quien quita hierro al asunto: no hay para tanto con los drones… A las puertas del cine de un centro comercial de Suwałki, el viernes por la noche, tres amigos debatían sobre el origen de esos aparatos. Iwona y Krystian expresaban dudas de que fuesen rusos y se hacían eco de la teoría según la cual los había enviado Ucrania para forzar a Polonia y a la OTAN a implicarse más en la guerra. El tercero, Michał, les señalaba el peligro de las campañas de desinformación. Los tres se disponían a ver una película de horror.

Un lamento habitual en estos pueblos y ciudades: que los titulares sobre la guerra o expresiones como el corredor de Suwałki espanten a los turistas. A escala local, para algunos ese problema es más grave que una posible invasión rusa. Sí, coinciden los entrevistados, hay que prepararse para cualquier posibilidad. Pero no, nadie cree que estemos en vísperas de la III Guerra Mundial, ni del choque directo con Rusia. No todavía.

En la autopista que conecta la capital, Varsovia, con la ciudad Augustów, y más al norte con la ciudad lituana de Kaunas, paneles luminosos anuncian que la frontera con Bielorrusia se ha cerrado. La radio pública emite un discurso del primer ministro, Donald Tusk, de visita ese día a una fábrica de municiones, e informaban sobre los ejercicios militares rusos y bielorrusos. En la emisora católica y conservadora Radio María critican a la UE por las regulaciones forestales.

Pasada Augustów, en dirección a Bielorrusia, por carreteras cada vez más solitarias y entre bosques cada vez más espesos, se llega a Płaska, la sede del distrito. En el Ayuntamiento espera el alcalde, Michał Piotr Skubis.

“Intento mantener la calma”, declara Skubis, de 32 años. Cuenta que no hay motivo para alarmarse: por sus pueblos no circulan tanques ni tampoco hay miles de inmigrantes procedentes de Bielorrusia (desde años la valla les impide pasar). Para él, en su trabajo cotidiano, existe un problema mayor que la amenaza rusa: el daño que la guerra (y también la crisis migratoria) han causado a la imagen del distrito.

“Aquí mucha gente vive del turismo”, dice. “En diez años ha caído entre un 20 y un 40%. Es un golpe duro”.

“Por supuesto que la amenaza de una invasión a gran escala existe”, continúa el alcalde, “pero es mínima, porque hoy un ataque contra Polonia significaría nada más y nada menos que la activación del artículo 5 de la OTAN: un ataque a Polonia sería considerado un ataque a todos. Yo no creo que sea posible en los próximos años”.

Cuando se le pregunta si tiene planes para evacuar a la población en caso de ataque ruso, responde: “No estoy autorizado a decir exactamente cuáles son, pero le diré que constantemente trabajamos en ello. De hecho, justo antes de que usted llegase, estábamos hablando de eso. Pensamos en ello”.

La discusión sobre el alcance de la amenaza es aún más intensa en las capitales. Y determinante a la hora de financiar las políticas de rearme. No hay país de la OTAN que, en proporción a su economía, gaste tanto como Polonia: ya se acerca al 5% de PIB en gasto militar (España acaba de superar el 2%). En la nueva Revisión nacional estratégica, documento clave del Gobierno francés, se lee: “En el horizonte de los años próximos, y de aquí a 2030, la principal amenaza para Francia y los europeos es la que plantea el riesgo de una guerra abierta contra el corazón de Europa”.

Un camino de tierra junto al canal que conecta con Bielorrusia conduce a una esclusa del siglo XIX. El matrimonio formado por Alicja y Sławomir se encarga de gestionarla. Alicja recuerda un episodio extraño ocurrido junto al canal y la esclusa hace un tiempo. Vio a un hombre haciendo fotografías, se le acercó, le pidió que le mostrase la cámara y vio que había tomado imágenes de la esclusa, del Ayuntamiento de Płaska y un edificio de la policía de fronteras. Notó que hablaba con acento ruso. ¿Un espía? En caso de guerra, la esclusa y el canal podrían ser objetivos estratégicos.

Alicja y Slawomir, encargados de una esclusa del canal que conecta la ciudad de Augustów con Bielorrusia.

¿Temor a una guerra? “Sí, puede ocurrir”, responde Alicja, y Sławomir añade medio en broma: “De todos modos, si algo ocurre, hacemos las maletas y nos vamos a España”.

Las personas mayores, dicen ambos, temen más una guerra que los jóvenes. Las heridas del imperialismo ruso son profundas en esta parte de Europa. Siguiendo los caminos de bosque hacia la valla fronteriza con Bielorrusia, se eleva una cruz de madera con una placa: “Aquí reposan dos polacos que murieron a manos de los bolcheviques. Septiembre 1939”.

Tan cerca de la frontera, los teléfonos captan la señal de Bielorrusia. Un camino recto conduce a la valla, incongruente en medio de un paisaje que quita el aliento. Una cámara observa a los visitantes.

“Con el ejército y los guardias de fronteras”, celebra Kotwica, “hay tantos agentes que es como si tuviésemos uno para cada habitante”. Cuando conoció las noticias de la incursión de drones, primero se inquietó, pero en seguida se dio cuenta de que “no era la guerra”. “No puedes pasarte el tiempo asustado”, dice. “Hay que pensar con claridad”.

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Sobre la firma

Marc Bassets (enviado especial)
Es corresponsal de EL PAÍS en Berlín y antes lo fue en París y Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).
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