Sin Trump, el Atlántico vuelve a ser océano en vez de abismo
La relación entre EE UU y la UE mejorará con Biden, pero permanecen graves divergencias de fondo


Entre los múltiples milagros de alcance mundial obrados por la salida de Donald Trump de la Casa Blanca se halla la reconversión del Atlántico en océano, en vez del abismo que fue durante cuatro años. Todos los demócratas liberales de Occidente tienen motivos para celebrarlo. Pero, atención: océano. Ni lago, ni paseo flanqueado por rosaledas.
El cuatrienio trumpista fue una experiencia cercana a la muerte para la relación bilateral entre Estados Unidos y la Unión Europea. El advenimiento de Biden constituye una mejora enorme. Por las características personales del nuevo líder, muy comprometido con Europa —prueba de ello es su reiterada asistencia en el pasado al foro de seguridad de Múnich, al que ayer se dirigió en teleconferencia—; y por los rasgos esenciales de su política, en pro del multilateralismo, del cierre de filas entre democracias y otros aspectos que facilitan la convergencia.
Precisamente, el renovado impulso al multilateralismo y las organizaciones que lo encarnan es quizá el terreno más fértil para la renovada alianza. Es razonable esperar la superación de las fricciones comerciales bilaterales y la suavización —aunque no desaparición— del pulso alrededor del gasto militar. Sobre todo, cual arco que abarca todo un horizonte, habrá una disposición al entendimiento, a tomar decisiones más basadas en los hechos y en valores compartidos que aportará gran progreso con respecto a la etapa anterior.
A partir de ahí, quedan grandes diferencias. Biden instó ayer a cerrar filas frente al desafío de potencias autocráticas como China y Rusia. Pero, ay, en ambos frentes hay divergencias entre socios. La UE ha firmado hace poco un acuerdo con Pekín en materia de inversiones pese, precisamente, a la presión en contra de Biden; en cuanto a Rusia, en la desdibujada política de la UE sigue siendo dominante una actitud contemporizadora bastante alejada de la línea de la nueva Casa Blanca. En ambos casos es Berlín, fuerza motriz de Europa, la que tira en una dirección que parece divergente de la de Washington hoy.
Pero hay más. La UE se halla en pleno proceso de reconsiderar las regulaciones que afectan a las grandes plataformas digitales estadounidenses. Difícil imaginar un asunto de mayor calado estratégico: será un factor de agitación.
Teniendo en cuenta el conjunto de la visión estratégica —y que Biden, posiblemente el líder de EE UU más europeísta de las últimas décadas, será con toda probabilidad presidente de un mandato—, a la UE le conviene tender la mano pero consolidar con la otra los cimientos de su autonomía. Para ello, dos cuestiones parecen realmente existenciales: dinamizar la capacidad de innovación en el sector digital para no quedar permanentemente rezagada en la mayor herramienta de poder del futuro; y revitalizar su demografía, tan sufrida en tantos países de la UE.
La Unión es un club envejecido, de sociedades en buena medida organizadas de manera desfavorable para los ciudadanos más jóvenes, que a veces da la sensación de constituir un contexto menos propicio al emprendimiento, a la valentía. Hay que mejorar, incluso si el Atlántico permaneciera como océano en vez de abismo durante décadas.
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