Tropezar tres brexit en la misma piedra
El pacto alcanzado tiene muchas lecturas políticas relevantes y no es necesaria demasiada imaginación sobre su aplicabilidad en otras latitudes


El pacto alcanzado in extremis entre Londres y los 27 para intentar evitar que el problema norirlandés acabe provocando una salida desordenada de la UE tiene muchas lecturas políticas relevantes y no es necesario emplear demasiada imaginación sobre su aplicabilidad en otras latitudes. La primera conclusión, de signo muy positivo, se refiere a la propia frontera que ahora se evitaría al desplazarse hacia el mar de Irlanda. Con esta solución, que siempre fue la más lógica, se afirma la resiliencia del acuerdo del Viernes Santo en un territorio muy marcado por el pluralismo identitario y por el riesgo permanente de que la convivencia se quiebre si se dan alas a las tentaciones sectarias.
La segunda gran lección es de signo neutro, como solo pueden serlo las magnitudes de la física. Por muy inglés que fuera Newton y por mucho que sus compatriotas actuales se hayan dejado complacer por el autoengaño nacionalista que presume una superioridad imaginaria o por el decisionismo soberanista que promete recuperar el control, las leyes de la mecánica no se cancelan. Reino Unido puede incomodar e incluso dañar a la UE, pero en un pulso por la ruptura la fuerza acompaña siempre al cuerpo superior en tamaño, preparación y poder internacional. Asomados a la posibilidad de un caos que sobre todo les afectaría a ellos, los británicos han acabado cediendo siempre: en el calendario, en la factura a pagar, en los derechos de los ciudadanos y ahora también renunciando a un unicornio imposible que resolviera el problema del backstop. Si finalmente el Parlamento ratifica este acuerdo y tenemos divorcio pronto vendrán nuevas cesiones cuando se negocie la relación futura, incluyendo la más dolorosa: aceptar que la soberanía ilusoria del Brexit trae debajo del brazo menos prosperidad (pese al supuesto déficit fiscal) y pérdida de influencia.
Pero es la tercera derivada, la que mira al interior de la política británica y tiene un signo decididamente patético, la que parece más llamativa en este momento. ¿Cómo es posible que Boris Johnson, adalid del abandono inmediato “sin matices ni peros”, haya acabado cediendo como hicieron también sus dos predecesores? No hay que buscar mucho porque justo en ese “también” está la respuesta. David Cameron quiso hacer una doble jugada maestra en 2015: una frente a los eurófobos del UKIP con los que competía en una sobrepuja nacionalista, y otra en Bruselas arrancando nuevos privilegios para su país a cambio de la permanencia. Le salió mal y no solo le costó el poder sino, mucho peor, la actual confusión de su país. Theresa May repitió el mismo error a dos niveles en 2017 (con un fallido adelanto electoral y aduciendo una dureza que impresionó poco en el continente). Y ahora en 2019, mirando otra vez de reojo a unas nuevas elecciones y aún con más fanfarronería frente a sus socios, la historia se repite.
Tres veces la misma renuncia, tres veces la misma piedra pero con un líder cada vez más extravagante y radical. Y, por el camino, una de las democracias antes más admiradas se ha ido dejando paz social, vertebración territorial, cohesión parlamentaria, prestigio mundial, respeto a los tribunales, atractivo para el talento y gusto por el pragmatismo.
Ignacio Molina, investigador del Real Instituto Elcano. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para El País
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