Brasil es también así
Los brasileños han creado una especie de armazón que les salva cuando parece que van a sucumbir

Brasil acaba siempre sorprendiendo, algo que muchas veces no entienden los europeos más racionales. En el fútbol y en la vida de sus gentes aparece como un enigma. Cuando creemos que se va a hundir, que se está ahogando, sabe levantar la cabeza. Hace sufrir, a veces desespera y desconcierta, pero al final tenemos que admitir que acaba teniendo suerte.
¿Es solo suerte o forma parte de la idiosincrasia de los brasileños?
Lo discutía, el día antes de arrancar la Copa, con Raúl Costa, director de SportTV. Me explicaba en su despacho de Río -y estuve de acuerdo con él- que una de las características de este pueblo que vibró con la victoria de la selección, primero entusiasmando con su juego de garra y al final haciendo sufrir, es su capacidad de saber driblar las dificultades con la fuerza de su creatividad y de su pasión.
Brasil ha vivido siempre en esa dura pelea por la supervivencia, teniendo que hacer frente a injusticias y desigualdades. En ese difícil equilibrio, entre sentirse un imperio, que lo es, y soportar el peso de un atávico complejo de perro callejero (en la ya clásica expresión de Nelson Rodrigues), los brasileños han creado una especie de armazón que les salva cuando parece que van a sucumbir.
Son precisamente los pueblos y las gentes de las que se piensa que van a fracasar, los que al final nos revelan que en la vida no todo es línea recta. Existe también la curva, los pases mágicos, las sorpresas que acaban rescatándoles.
Cuando viví en Italia, la del arte y la moda, se decía de los italianos algo parecido a lo que escucho decir tantas veces de los brasileños: que se doblan fácilmente. Italia posee, sin embargo, dos ejemplos que expresan mejor que nada que es más segura de lo que parece: la famosa Torre de Pisa, que lleva siglos inclinándose pero que nunca se cae, y las aguas que llevan cientos de años amenazando con hundir a la mágica Venecia, que sin embargo sigue viva y en pie.
De los europeos, los italianos son quizás los mejores cultivadores de la curva, que es más femenina que masculina, pero al final más fuerte y segura.
Los jugadores brasileños tienen también en su juego y en sus sentimientos más curvas que ángulos. Quizás por eso lloren más, pero al final esas lágrimas acaban llevándoles a la victoria cuando menos lo esperábamos. Y cuando pierden, sufren también menos, porque estaban acostumbrados a otras derrotas en la vida y porque tienen el arte de refugiarse, en las horas oscuras, en la fiesta y la alegría.
La arrogancia no es una planta que nazca en la fértil tierra de Brasil, por lo menos no entre su gente común. Los brasileños podrán tener muchos defectos, pero no ese. Lo dejaron patente ayer por la tarde cuando los jugadores victoriosos nos ofrecieron aquel maravilloso espectáculo de abrazarse, consolando a los perdedores colombianos. Y lo he visto de cerca todas estas semanas en las crónicas de los críticos de fútbol, que nunca han exagerado las cosas y han sabido respetar con elegancia a las demás selecciones.
No es una casualidad que se hayan sentido dolidos cuando el seleccionador Felipe Scolari mandó al infierno a los periodistas que lo interpelaban. Esa arrogancia es un fuera de juego que los brasileños acaban despreciando y castigando.
Así es este Brasil. Y es quizás su ausencia de ángulos de intemperancia lo que les hace simpáticos fuera del país, ganen o pierdan.
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