Assange, atrapado en un escondite sin salida
Assange no puede poner un pie fuera de la legación sudamericana en Londres sin tocar territorio británico

Nadie sabe a ciencia cierta a qué hora de aquel 19 de junio Julian Assange se personó en la embajada de Ecuador en Londres para solicitar asilo político, desatando así una maraña legal y diplomática cuyo desenlace todavía está por ver. Solamente que todavía no había caído la noche, porque la noticia saltó pasadas las 8 de la tarde de una jornada veraniega. Su físico alto y un punto desgarbado, la mata de pelo prematuramente encanecida, pasaron completamente desapercibidos en el barrio de Knightsbridge cuando el fundador de Wikileaks accedió sin problemas al edificio de ladrillo rojo que se convertiría en su casa por tiempo indefinido. Porque salir del edificio no es, desde luego, tan fácil como la entrada en busca de refugio.
Transcurridas ocho semanas desde que el australiano, de 41 años, convirtiera la legación diplomática en su particular trinchera, falta saber cómo se las apañará el Gobierno de Rafael Correa para trasladarlo desde uno de los barrios más bulliciosos y comerciales del centro de Londres, sede de los almacenes Harrods, hasta Quito u otro punto del territorio ecuatoriano. Assange no puede poner un pie fuera del recinto, a riesgo de ser detenido por la policía británica. Violó la ley cuando abandonó la mansión de un amigo en Norfolk en la que debía pernoctar, según los términos acordados para su libertad condicional, y se saltó la preceptiva visita diaria a la comisaría para fichar.
No existe modo humano de trasladarse a uno de los cinco aeropuertos londinenses sin pisar suelo británico. La concesión de un salvoconducto, que reclama para su representado el exjuez y hoy abogado Baltasar Garzón, ha sido desestimada por el Gobierno británico, opuesto a transgredir las obligaciones que le marca el sistema europeo de extradiciones.
El presidente Correa tampoco resolvería el entuerto concediendo a Assange la condición de diplomático en representación de Ecuador, porque el Foreign Office debería avalar ese nombramiento y no está dispuesto a hacerlo. Rizando el rizo, las autoridades de Quito podrían designarle diplomático ante la ONU, pero el escándalo ante tal decisión sería tan mayúsculo que parece sensato descartarlo.
Así las cosas, los foros de internet van repletos de especulaciones sobre hipotéticos malabarismos para franquear físicamente el tramo entre la embajada y un avión que condujera a Assange hacia la libertad. Ninguna parece llegar a buen puerto. La sede ecuatoriana está ubicada en el primer piso del edificio, que comparte con la legación de Colombia y varios apartamentos de particulares. El creador de Wikileaks no podría tan siquiera embarcar en un automóvil con bandera diplomática —y por lo tanto intocable— sin atravesar “territorio británico”, como lo es el mismísimo rellano. Ni el garaje privado del inmueble ni la salida parapetada con verja están comunicados directamente con la planta en la que permanece Assange. El portero del edificio explicó a la agencia Reuters que, incluso si se decidiera a saltar por la ventana, las cámaras de circuito cerrado de la fachada lo detectarían al instante.
También sería ilegal “facturarlo” en la valija diplomática, una opción que por muy peregrina que parezca ejecutaron las autoridades de Nigeria en 1984 al secuestrar a un ministro acusado de corrupción y literalmente enviarlo a su país en una caja de embalaje.
Todas estas cábalas —que incluso se prestan a la chanza— encierran en realidad un terrible drama humano de difícil solución para su protagonista. Assange lleva dos meses encerrado en la embajada y, de persistir en su resistencia a ser extraditado a Suecia, podrían aguardarle más semanas, meses o incluso años de renuncia al mundo exterior.
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