Toque de normalidad
Las palabras tienen gran importancia en esta situación. Se paga cara la edulcoración que nos hace bajar la guardia


Cuánto daño habrá hecho a nuestra salud colectiva la locución “nueva normalidad”, tan propagada por el poder. El término ya se usaba desde hacía años en inglés (new normal) para designar, con una connotación negativa, la penosa situación esperable tras desastres como la crisis financiera o el cambio climático; y en este último contexto lo recogían en EL PAÍS Paul Krugman el 4 de enero y Rocío García el 19 de febrero, por ejemplo (antes de los confinamientos). Después se extendió en España para señalar la meta a la que llegaríamos una vez transcurridas las etapas de restricciones; pero aquí, ay, le concedimos un sentido positivo. En marzo se recogió así 4 veces en este diario. En abril, 69. La media desde entonces da unas 100 menciones al mes.
Sin embargo, no estábamos llegando a una meta. Simplemente habíamos pasado a la fase cuatro, nunca nombrada así; y con visos de regresar a la fase tres.
La “nueva normalidad” fue interpretada como un premio al disciplinado comportamiento general. El seductor sustantivo evocaba por sí solo el fin de la travesía del desierto y la llegada al oasis. Muchos entendieron que alcanzar “la nueva normalidad” consistía en entrar en “la normalidad de nuevo”. Es decir, en otra normalidad; en una normalidad distinta, pero una normalidad al fin y al cabo. Habíamos desescalado la montaña. Ya podíamos relajarnos.
Importó poco la contradicción interna entre “nueva” y “normalidad” (lo nuevo no es normal, y para cuando se convierte en normal ha dejado de ser nuevo).
Las palabras de la comunicación social adquieren una importancia extraordinaria en momentos así, porque se paga cara la edulcoración que nos hace bajar la guardia.
Más de lo mismo: El pasado domingo, Pedro Sánchez pidió a los medios informativos que huyan de la locución “toque de queda”, por sus resonancias militares, y hablen de “restricción de la movilidad nocturna”, expresión que cita tres veces el decreto del Gobierno.
El “toque de queda”, como contó en este diario Guillermo Altares, se aplicó al tañido de campana en guerras y golpes militares; pero también en incendios medievales y en catástrofes contemporáneas con el fin de evitar los latrocinios. Y añadía: “El toque de queda impuesto en tiempos de coronavirus recupera aquella vieja tradición que relaciona esta medida con la protección de los ciudadanos, no con su represión”.
Sorprende que en las primeras semanas de los confinamientos abundara el lenguaje bélico, y que ahora se deseche como antiguo y trasnochado. Oímos hablar entonces de “economía de guerra”, debíamos combatir a un “enemigo poderoso” con nuestros “soldados” sanitarios que trabajaban “en primera línea”, necesitábamos “elevar la moral de la tropa”, lamentábamos “las bajas” entre los ciudadanos, aparecían los “espías” en los balcones y se decretaba el primer “estado de alarma” (etimológicamente, “al arma”). Se hablaba además, para reflejar la gravedad de los hechos, sobre el “triaje” que excluía de la atención hospitalaria a los ancianos de las residencias, y se describía la pista del Palacio de Hielo de Madrid repleta de ataúdes. Los ciudadanos nos sentimos así unidos en la desgracia y convertimos en curva aquella línea que subía sin parar.
Pero el tiempo del acongoje se desvaneció con la “nueva normalidad”. Y, lejos de regresar a expresiones dramáticas y alertantes, la comunicación del poder tendió a la suavidad. No se diga “toque de queda”, no se faciliten imágenes trágicas, no se ofrezcan datos claros sobre los muertos, no se asuste más a los niños.
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