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Hace 40 años eran 500 Madres contra la Droga, hoy son ocho abuelas activistas que ayudan a inmigrantes

En los 80 y los 90 plantaron cara a la heroína y a los narcotraficantes. Ahora tienden la mano a los vulnerables: “Mientras nos queden fuerzas, la lucha sigue”

Sara Castro

Los pañuelos al cuello y las chapas con la jeringuilla rota se extendieron por pueblos y ciudades de toda España durante los años 80 y 90. Mujeres de distintos rincones del país hicieron suyo el nombre que adoptaron las vecinas que se reunían en el barrio de Entrevías, en Puente de Vallecas: Madres contra la Droga. Fueron pioneras de un movimiento con un propósito claro: salvar a sus hijos de la heroína y del sida. A la primera convocatoria, en 1980, acudieron 30 mujeres, aunque tiempo después llegaron a ser 500 en alguna asamblea. Hoy, 45 años más tarde, quedan ocho, pero su activismo persiste. Ellas, testimonio vivo de un matriarcado contra la droga, mantienen los tres pisos que consiguieron en el siglo pasado para jóvenes en abstinencia o de permiso penitenciario, donde ahora acogen a inmigrantes y familias vulnerables.

“Yo me encargo de hacer el seguimiento a una de las familias alojadas. En una casa hay dos matrimonios a la espera de regularizar su situación, en un piso un padre y su hija y en otro una madre con tres niños. Intento ayudar en todo lo posible”, cuenta Carmen Díaz, de 74 años. No tuvo hijos biológicos afectados por la heroína, pero en 1986 se sumó a una concentración en la que se pedía la libertad a prueba para los jóvenes que habían delinquido por sus problemas de drogadicción. “Demandábamos medidas sociales, no policiales. No entendíamos por qué los chavales iban a la cárcel y los traficantes quedaban libres”, comenta. Así llegó a Madres contra la Droga y se quedó para siempre.

“Mientras nos queden fuerzas, la lucha sigue”, insiste María del Carmen Alonso, de 73 años. Ella acude los domingos a comer con un grupo de inmigrantes a la que siempre fue la sede de Madres contra la Droga, la parroquia de San Carlos Borromeo, en Entrevías: “Si necesitan manifestarse por sus derechos, les hacemos el bocadillo y nos vamos con ellos”. Cuenta que recientemente han salido a la calle para pedir que les concedan el asilo. Los acompañan a los juicios y recuerdan con dignidad a los muertos en el Mar Mediterráneo.

“En los 80 a nuestra compañera Aquilina la llamaron porque a su hijo lo habían pillado con tres chinas y llegó al cuartel toda enfadada diciendo que ella no era racista. El guardia civil se echó a reír y le explicó lo que eran”, recuerda María del Carmen Alonso para reivindicar que nunca tuvieron prejuicios con nadie. Lideró un taller de costura para personas drogodependientes. El objetivo principal era conseguirles un empleo y una vivienda con la intención de facilitar su reinserción. “No era un problema suyo, era del barrio”, insiste.

Siempre inclusivas, adaptaron con el paso del tiempo su activismo a la actualidad. Pasaron de ser las madres que plantaron cara al narcotráfico a las mujeres que también achucharon a los niños de los poblados chabolistas y que ahora denuncian las casas de apuestas y los centros de internamiento de extranjeros. “Nuestra vida quedó vinculada a la lucha”, asegura Paquita Sanjuán, de 87 años. Llegó hasta Madres contra la Droga en su labor como voluntaria en la Asociación de Padres de Drogodependientes.

No quieren que ningún colectivo sufra el estigma que muchas padecieron. “Entonces, si un chaval salía guapo y rubio, se parecía al padre, pero si era yonqui, decían que la madre lo había educado mal”, cuenta Carmen Díaz. Juntas vencieron el sentimiento de culpa, se empoderaron y salieron a las calles. “Les decíamos a los maridos que se hicieran la cena, que nosotras teníamos que luchar”, recuerda. Lo corrobora Paquita Sanjuán: “Nos criaron para limpiar la cocina y que los dorados brillasen, pero nos tocaron a nuestros niños y perdimos la vergüenza. Nos quitamos el delantal y salimos con una cacerola a defender sus derechos”.

Emiliana García, de 92 años, cuenta que vivían en las cárceles, las comisarías y los cementerios. “Llegamos a hacer tres funerales por día. Se perdió una generación”, lamenta. Uno de sus hijos falleció con 25, en 1986, a consecuencia de la heroína. “Trabajaba de botones en unas oficinas y allí, en los alrededores, lo engancharon con 14 años”, recuerda. Enfermó en la prisión toledana de Ocaña. Todo su empeño fue que pudiera salir a un hospital para curarse. “Lo conseguí tras mucho luchar un 12 de octubre, pero falleció el 16 del mismo mes. Eso va contigo toda la vida. No se te olvida nunca por mucho que tú quieras”, expresa.

El himno

Compuso una canción que se convirtió en el himno de la lucha de estas mujeres. “Carcelero, carcelero, que no son unos bandidos, que ha sido la maldita droga la que aquí los ha traído”, recita. Ahora sigue implicada con cualquier causa social. “Mi hija dice que soy una ONG”, bromea. En los 80 y los 90 señalaban el maltrato en las prisiones y los puntos de venta de droga. Se encerraron en el edificio de la Bolsa de Madrid y en la Catedral de la Almudena, acamparon frente al Ministerio de Sanidad, tiñeron de rojo la fuente de Cibeles y llevaron las direcciones de los traficantes del barrio al Congreso de los Diputados.

Lo mismo dirigían una pitada por las siete plantas de los juzgados de la Plaza de Castilla para denunciar las actuaciones de una jueza de vigilancia, que se desnudaban delante de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias con la intención de reivindicar la indefensión que padecían los presos en las cárceles. En 1987 convocaron a unas 10.000 personas contra la connivencia y la corrupción policial en el tráfico de drogas.

Asun González, de 90 años, se acercó a la asociación tras conocer la historia de estos chicos y sus familias en su tienda del barrio. Desde entonces, decidió no soltarles la mano. Escucha emocionada a Paquita Sanjuán, que todavía guarda una montaña de cartas que intercambió con más de 100 presos: “Me recorrí todas las cárceles de España”. De la ausencia total de recursos públicos, dieron paso a la puesta en marcha de una red asistencial, según explica Mercedes Arquero, de 71 años. En su caso, se aproximó a las mujeres que luchaban contra la droga desde la cooperativa de trabajo social La Kalle.

Las madres y quienes las apoyaban consiguieron en 1985 la aprobación del Plan Nacional contra la Droga y las ayudas a la drogodependencia. Lograron aplicar el artículo 60 del código penal antiguo para excarcelar a enfermos terminales, presenciaron el desarrollo de las comunidades terapéuticas y los centros de día. Lucharon para que a los hijos de las personas con sida los admitiesen en las guarderías y para que los ciudadanos no muriesen esposados en los hospitales.

Algunas se convirtieron en “abuelas de la droga”. Tuvieron que cuidar de los niños de sus descendientes fallecidos por la adicción. Carmen Díaz, acogió a un bebé de ocho meses y a un niño de 2 años a cuya madre ayudó. “Son mis niños”, afirma. A la vez que ella, llegó a la lucha en 1986 Sara Nieto, de 77 años. Cuenta cómo vivieron que “el capital negase a la gente el derecho a llorar a sus muertos”. Recuerda una madre a la que nadie avisó de que su hijo había fallecido. Se enteró meses más tarde. La ayudó a poder enterrarlo en su tierra natal. Hoy sigue al lado de los más vulnerables: “Conseguimos escolarizar a los niños de los poblados gitanos y rumanos, y que cada mañana desayunen antes de entrar a clase”.

La parroquia sigue siendo punto de encuentro para muchas, como Paquita Sanjuán, que quedará la próxima semana para comer una fabada con cuatro chicos a los que ayudó a rehabilitarse. Emiliana García irá a hacer una visita a la cárcel: “A los jóvenes les pido que no caigan en esto, la sociedad los necesita despiertos”.

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Sobre la firma

Sara Castro
Escribe en la sección de Madrid tras pasar por la de Sociedad. Antes formó parte de la redacción de elDiario.es y la web de Informativos Telecinco. Cursó el máster de Periodismo UAM – EL PAÍS.
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