Enrique Valiño, del violín a la crónica literaria de un Madrid irrepetible
El fundador de La Romántica Banda Local y Elementales deja la música para reinventarse con ‘El acorde interrumpido’, relatos de fuerte aroma local y autobiográfico


Ese caballero alto como un castillo que avanza con paso resuelto hacia la escultura del ángel caído no logra captar la atención de ningún paseante en esta mañana de canícula por el parque de El Retiro, pero resulta ser uno de los grandes pioneros en la historia de la música urbana de la ciudad. Y ha elegido este insólito enclave de evocaciones infernales, punto de encuentro habitual entre poetas, bohemios y descarriados varios, para simbolizar su llamativo cambio de tercio en el mundo de las artes. Porque Enrique Valiño, el hombre que ejerció como benjamín y elemento distintivo en los esenciales (y tantas veces incomprendidos) La Romántica Banda Local, ha cerrado definitivamente la funda de su hasta ahora inseparable violín para lanzarse a la aventura editorial con una primera colección de relatos, El acorde interrumpido (Almuzara Libros), al que sucederán en el corto plazo otros dos volúmenes ya finiquitados.
La vida, ya saben, a veces te conduce por caminos inesperados. Valiño, instrumentista de formación clásica en el Real Conservatorio Superior de Música de la capital, nunca llegó a lucir frac o pajarita, pero pueden seguir el rastro de su oficio en docenas de trabajos discográficos conocidísimos, desde Rocío Jurado a Los del Río, Camilo Sesto o José Luis Rodríguez “El Puma”. Además de sus míticos años de crecimiento en La Romántica, durante los años noventa lideró junto a Josete Ordóñez un adorable grupo de música instrumental, Elementales, y después emprendió carrera en solitario y se consolidó como mano derecha del murciano Manuel Luna, uno de los principales folcloristas de la península. Pero las circunstancias familiares y su férrea autoexigencia le han llevado a desistir. “El oficio de la música es muy sufrido: no abunda el trabajo y nadie vive si solo toca en su habitación. Además, a mis 67 años la mano izquierda ya no se mueve con toda la finura que me impongo. Por eso prefiero cambiar de aires”, resume.
Y así es como este espigadísimo artista de sangre cordobesa, pero afincado en la capital desde los tres años, ha recalado en otra de sus grandes pasiones: la literatura. Curioso impenitente, se animó a dar forma a las docenas de páginas que llevaban años rondándole por la cabeza, unas historias breves pero entrelazadas que emergen impregnadas de evocaciones matritenses y clamorosas trazas autobiográficas. De hecho, todos los personajes tienen apellidos de municipios cordobeses, desde Lucena a Espejo o Carlota, “y en el fondo sirven como alter egos parciales”, admite su autor, que saca a relucir una sorna sempiterna para resumir su momento vital: “He abandonado la música, un oficio complejo, para dedicarme a la prosa, donde las dificultades son seguramente aún mayores. Es un verdadero disparate, lo sé, ¡qué le vamos a hacer!”.

El ejercicio de retrospección ―casi exenta de nostalgia― en los 32 relatos de El acorde interrumpido le ha servido a su firmante para hacer balance provisional de una vida “extraordinaria”. No en vano, asistió a la muerte del dictador con apenas 17 años, justo cuando se matriculaba en una carrera, Ciencias Audiovisuales, que orillaría tras aprobar cuatro o cinco asignaturas. “La música le ganó la batalla a la cinefilia en aquel estallido cultural que nunca imaginé. Hablamos mucho de la Movida y los grandes grupos de los ochenta, de fama merecida, pero la base se cimentó en aquellos últimos años sesenta y primeros setenta fabulosos”, argumenta. En el libro se retrata aquel Madrid “efervescente e irrepetible”, incluso con cuatro crónicas intercaladas de otros tantos conciertos que al postadolescente Valiño marcaron de por vida: el rock progresivo de Soft Machine y Premiata Forneria Marconi, el guitarreo macarra de Geordie y la sensualidad narcótica de Nico. “Todos, en discotecas atestadas en las que nos apretujábamos 500 personas. Mientras finalizaba en el Conservatorio, ahí se iba consolidando mi auténtica formación…”, se sonríe.
El mismo nombre de La Romántica Banda Local se filtra en las páginas del libro de Enrique, pero con intenciones más narrativas que reivindicativas. “Debutamos en 1978 con una canción titulada No me gusta el rock, que con el tiempo aplaudirían Paraíso, Siniestro Total o Ilegales, pero justo en aquel instante, en pleno despertar del rock urbano madrileño, aquel ejercicio de ironía no fue comprendido del todo”, reflexiona el violinista. Y apostilla: “Tanto Fernando Luna como Carlos Faraco, las dos grandes cabezas pensantes del grupo, eran auténticas bombas creativas. Los considero los inventores del surrealismo castizo. No llegamos a triunfar por múltiples motivos, entre ellos las desazones internas, pero conocimos una explosión inolvidable de vida y de cariño”.
Un caso parecido es el de Elementales, una formación de música instrumental acústica, con atisbos de folk y de flamenco, que legó tres álbumes preciosos y muy poco recordados, Elementales (1993), Al baño maría (1994) y Elementa latina, ya en 1997. “Éramos mágicos y exquisitos, no teníamos que ver con nada que se hubiera hecho antes o se continuara después”, analiza sin falsa modestia su copartícipe, que ha perdido algo de contacto con su entonces íntimo Josete Ordóñez, cotizadísimo hoy como guitarrista de cabecera para Manolo García, Rosario, Muerdo, Chambao o Eliseo Parra. El elepé inaugural al menos puede rescatarse en las plataformas digitales, pero sus dos hermanos pequeños son prácticamente ilocalizables. ¿Frustrante? “Para nada. Las puertas se cierran y se abren”, resume un Valiño en modo casi zen. Y recuerda que Camino de Pan Bendito, la melodía que escribió hace treinta y tantos años para abrir aquel primer disco, ha conocido versiones de los mexicanos Media Luna o de dos trompetistas ilustrísimos, el estadounidense Doc Severinsen y el cubano Arturo Sandoval.
Lo dijimos antes: la vida a veces te conduce por caminos inesperados. Puede dar buena fue este ilustre violinista retirado y literato en ciernes, que entre medias se graduó en Derecho por la UNED a los cincuenta y tantos, escribió un volumen jurídico (Músicos trabajando: Una historia de artistas y Seguridad Social, 2021) para ayudar a sus compañeros de oficio y acaba de concluir el máster de acceso a la abogacía y procura con cuatro meses de prácticas en los juzgados de Plaza de Castilla. “¿Tú te crees? ¿Un procurador, a esta edad y con estas pintas?”, anuncia señalándose la fina y larga coleta de pelo cano que le baja desde la coronilla. Y se troncha él solo de la risa.
La vida. Un disparate. Lo dicho.
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