A pesar del tiempo
El regreso a las personas que amamos después de tanto tiempo está siendo tan hermoso que siento que la vida perdida ha sido solo un impulso


Salgo del túnel de la M-30. Son las nueve y media de la noche y la luz que suele cegarme por las mañanas hoy me recibe de ese color que solo tiene el cielo de Madrid: naranja intenso, tan intenso que mancha, que se extiende como la niebla por los ojos o el agua frente a la sed, pero no pesa ni tampoco ahoga. Es tan breve que es imposible adivinar de dónde viene.
Soy incapaz de contabilizar los kilómetros que me he hecho los últimos días entre Madrid y Segovia. He podido volver a mi familia, porque para mí ellos son un lugar, un sitio al que regresar. Me sé de memoria el camino, la curva pronunciada de la salida 23, la oscuridad del túnel que nos separa, los cuatro grados de diferencia entre una ciudad y otra, el importe del peaje de la autopista y de la nacional, el perfil exacto de La Mujer Muerta y cuántas canciones me da tiempo a escuchar durante el trayecto. Conozco las vías de servicio, los atascos infinitos de los domingos, esa pendiente en la que no hay que soltar el freno, dónde se esconden los controles de velocidad. Me gusta conducir porque el paisaje, aunque cambia, siempre es el mismo, y siento predilección por las cosas que se mantienen iguales a pesar del tiempo.
Para mí nada es normal si no puedo abrazar a mis abuelos, pero si algo debemos aprender es a valorar lo que tenemos por encima de lo que necesitamos
El regreso a las personas que amamos después de tanto tiempo está siendo tan hermoso que siento que la vida perdida ha sido solo un impulso. No quiero llamarle a esto nueva normalidad porque para mí nada es normal si no puedo abrazar a mis abuelos, pero si algo debemos aprender es a valorar lo que tenemos por encima de lo que necesitamos. No es conformismo: es aceptación, uno de los actos que más calma me produce.
Pasé mi cumpleaños y el de mi hermana sin mis padres, me perdí momentos tristes, motivos para ser felices juntos, regalos en persona, celebraciones familiares, noticias urgentes. No pude darles la mano cuando lo necesitaron ni aparecer por sorpresa un fin de semana y llenarles la casa de pelos. Fue imposible huir de la prisa madrileña que amo, despreocuparles mirándoles a los ojos, despertarles en el sofá para que se vayan a la cama, prepararles la comida cuando el trabajo se acumula.
Pero en Madrid aparecieron Fran y Andrés por la puerta, escuchamos la sonrisa de Conta, aplaudimos a una Sara mucho más sana y fuerte, vino Vero a contarme que por fin podía volver a la calle a ayudar a la gente sin hogar, celebramos con Alberto que regresaba a casa con su abuela, Irene volvió conmigo para no irse nunca, me reí con Andrea igual que cuando dormíamos pared con pared y todo era mucho más sencillo.
Porque en el fondo nada ha cambiado. El amor sigue siendo del mismo color: naranja intenso, tanto como la niebla o el agua. Exactamente igual a pesar del tiempo o del paisaje.
Madrid me mata.
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