La trampa del pensamiento mágico
Una sociedad que renuncia a la verdad para tranquilizarse acaba viviendo más asustada y paranoica, más ansiosa y deprimida


Cuando la actriz Elisa Mouliaá (famosa en los últimos tiempos por su denuncia de abuso sexual contra Íñigo Errejón) proclama que las estelas blancas que dejan los aviones son tóxicas y están diseñadas para enfermarnos, no estamos ante una opinión inocua. Estamos ante un ejemplo nítido de pensamiento mágico contemporáneo. Esas estelas son simplemente vapor de agua condensado a gran altitud, pero la explicación científica ya no seduce; la sospecha, sí.
Sorprende la capacidad de influencia del llamado movimiento negacionista, del que los antivacunas son miembros destacados. Las vacunas han sido una de las intervenciones sanitarias más eficaces de la historia, responsables de la erradicación o control de enfermedades mortales como la viruela, la polio, el sarampión o la Covid-19, salvando 154 millones de vidas entre 1974 y 2024, según la OMS. Aun así, una parte de la población prefiere creer que forman parte de un plan oscuro. No es ignorancia: es algo más profundo.
El pensamiento mágico no es nuevo, pero ha cambiado su función social. Cuando yo era pequeña, la magia era un recurso para comprender el mundo, no para negarlo. Permitía volar, imaginar, explorar miedos y deseos de forma simbólica. La literatura infantil y cuentos de hadas poblados de brujas y duendes, según el psicólogo Bruno Bettelheim, servían para elaborar emocionalmente la angustia y el conflicto interno. Esa magia ayudaba a crecer. Hoy, en cambio, el pensamiento mágico ha sido resignificado. Ya no abre mundos, los cierra. No acompaña la fragilidad humana, la explota. Se presenta como “revelación” frente a la razón, como “despertar” frente al conocimiento, y conduce al territorio del engaño, la polarización y el desamparo intelectual.
En la “última batalla por la verdad”, los participantes del Congreso de Balaguer en Lleida, celebrado recientemente, proclaman sus teorías conspiracionistas: “Nos robaron la salud. Nos reescribieron la historia. Nos vendieron una ciencia sin alma”. Allí se han reunido quienes ya no creen en las versiones oficiales: “médicos silenciados, investigadores marginados, periodistas perseguidos, científicos insumisos y guerreros de la conciencia”. No se trata solo de opiniones excéntricas, sino de relatos estructurados que prometen seguridad a cambio de renunciar al pensamiento crítico. Funcionan porque apelan a emociones primarias: miedo, rabia, sentimiento de control en contextos que sentimos incontrolables, que nos desbordan.
Aquí está la clave. El pensamiento mágico florece en tiempos de incertidumbre y ansiedad colectiva. Ofrece explicaciones simples a problemas complejos, y enemigos claros a malestares difusos. Pero el precio es alto. La evidencia indica que la adhesión a creencias conspirativas se asocia a mayores niveles de ansiedad, desconfianza social, sensación de indefensión y peor salud mental. Contribuye, además, a la aparición de líderes autoritarios. Es decir, aquello que promete aliviar el miedo, lo intensifica. Nos aferramos a certezas que acaban sometiéndonos.
Hemos convertido la fantasía del sueño infantil en una ficción peligrosa. Recuperar la razón no significa negar las emociones, sino protegerlas. Porque una sociedad que renuncia a la verdad para tranquilizarse acaba viviendo más asustada y paranoica, más ansiosa y deprimida, justo aquello que pretende evitar.
Sara Berbel Sánchez es doctora en psicología social y asesora estratégica
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