Una ciudad sin fiestas
En las ciudades, con una vida anónima y acelerada, la fiesta genera pertenencia, rompe el aislamiento, democratiza el espacio público


Llega el verano con sus atardeceres suaves, sus horas violeta, sus fiestas y conciertos junto al deleite de las amistades a lo largo, como escribió Gil de Biedma. Sin embargo, con esa manía tan humana de encajar la vida cada vez en moldes más estrechos, la fiesta se ha convertido para algunos en una molestia, un exceso, una anomalía en la rutina urbana. Pronto llegarán las fiestas de Gràcia en Barcelona, los conciertos en las playas, las de Sants, y La Mercè, y volveremos a escuchar a esos vecinos y vecinas que reprochan al Consistorio y al mundo entero el ruido de los jóvenes en las plazas, la música que no cesa, el disturbio de las conversaciones en las terrazas de los bares… el verano y su alegría, en suma. Seguramente serán los mismos que han denunciado a algunos colegios por el ruido ensordecedor del alumnado jugando en el patio. Desean eliminar el único momento de fiesta diario de nuestra infancia, su recreo. Pero si algo nos enseña la antropología desde sus orígenes es que la fiesta no es un capricho moderno, sino una necesidad humana tan antigua como el lenguaje, tan fundamental como el sueño o el afecto.
Victoria Sendón de León reflejó como nadie en su Agenda Pagana las procesiones en honor de las diosas griegas -tan similares a las actuales-, las saturnales romanas, las celebraciones del solsticio en tantas culturas. Mostró que la fiesta ha sido siempre un paréntesis sagrado donde se suspenden las jerarquías, se disuelven las normas del día a día y se abre un espacio compartido para la emoción colectiva
En su teoría sobre la communitas, Víctor Turner señala que en esos momentos liminales la comunidad se encuentra a sí misma, se reinventa y se fortalece. Porque la fiesta no es solo evasión: es también afirmación de identidad, reparación simbólica, renovación de vínculos sociales.
En las ciudades, donde la vida a menudo se torna anónima y acelerada, la fiesta tiene una función psicosocial clave: genera pertenencia, rompe el aislamiento, democratiza el espacio público. Nos recuerda que somos cuerpo, emoción, risa, baile, piel y voz. Que necesitamos encontrarnos no solo en nuestro trabajo cotidiano, en nuestras funciones o tareas, sino en nuestra humanidad compartida.
Es comprensible —y legítimo— que existan voces que reclamen el derecho al descanso, a la tranquilidad, a una convivencia que no vulnere los límites del otro. Pero defenderlo no puede hacernos perder de vista el valor profundo de la celebración colectiva. El reto, como siempre, está en el equilibrio: una ciudad no puede vivir en fiesta permanente, pero debemos saber que tampoco puede sobrevivir sin ella.
No hay fiesta sin comunidad, y no hay comunidad viva sin momentos de fiesta. Privarnos de ellos en nombre del orden o del silencio es condenar a las ciudades a la asfixia emocional: una ciudad sin fiestas es una ciudad muerta. Porque celebrar es recordarnos que seguimos vivos, que estamos juntos, y que eso, en sí mismo, ya merece ser celebrado.
Sara Berbel Sánchez es doctora en psicología social.
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