¿Quién tiene derecho a tener derechos?
Hacer del padrón, lo que debería ser un derecho básico en una herramienta de diferenciación, no es un fallo. Es una decisión política

Hannah Arendt escribió que “el derecho a tener derechos, o el derecho de todo individuo a pertenecer a la humanidad, debería ser garantizado por la humanidad misma.” Su obra fue publicada en 1951, pero en 2025 ese derecho sigue dependiendo, muchas veces y en gran medida, de una hoja de padrón.
Ideado y concebido como un registro técnico y obligatorio para la ciudadanía y la administración pública, el padrón municipal se ha transformado en un instrumento de criba social. Lo que debería ser un mecanismo aséptico, neutral y garantista – saber quién vive en un municipio para poder ejercer derechos, facilitar la planificación y dimensionar la cobertura de servicios – hoy opera, en muchos casos, como una frontera opaca y un filtro excluyente. Una barrera selectiva que decide quién entra en el sistema y quién queda fuera del radar institucional, condenado a la no existencia.
Todo esto en plena falla estructural del sistema de vivienda, donde el escenario de exclusión residencial generalizado inunda las calles clamando soluciones a la situación de emergencia habitacional. Con una vivienda convertida en lujo, con alquileres abusivos, contratos ausentes y hogares invisibilizados, la realidad ilustra como personas, muchas de ellas incluso con empleo, viven en habitaciones, pisos compartidos realquilados, en espacios sin condiciones mínimas o incluso como se ven expuestas a la calle. Para todas ellas, empadronarse por la vía “ordinaria” es un espejismo y en vez de adecuar el sistema al contexto, lo que se hace es endurecerlo.
Hacer de lo que debería ser un derecho básico en una herramienta de diferenciación, no es un fallo. Es una decisión política. En este escenario, cuando la administración pública no garantiza el derecho ni cumple con su obligación, se hace evidente una ausencia institucional fértil para la intermediación ilegal que fácilmente llenan las redes que se lucran con la necesidad: el padrón se torna mercancía, y hay quienes se llenan los bolsillos por gestionarlo.
De manera simultánea, sabemos que muchas personas blancas y con recursos se empadronan en casa de sus padres u otros para obtener determinados beneficios. Nadie se lo cuestiona. Porque no se valora la dirección: se evalúa la biografía. No se fiscaliza el empadronamiento: se fiscaliza la pobreza y el origen migrante.
Durante la espera, aquellos que son sistemáticamente excluidos del padrón siguen cuidando a nuestros mayores, limpiando nuestras casas, recogiendo nuestra fruta. Son esenciales, pero invisibles. Útiles para la economía, triviales para los derechos.
El padrón ha dejado de ser un trámite menor y se ha convertido en el símbolo de una tensión de fondo: la que enfrenta el derecho legal con la realidad de exclusión material. Y esa tensión hoy se recrudece, porque hay ayuntamientos que no solo incumplen la ley, sino que presumen de querer reescribirla para excluir más, mejor y con cobertura legal.
Pero la sociedad civil no se queda al margen. Entidades, grupos y plataformas trabajan a diario para asegurar el cumplimiento del padrón, porque saben que detrás está la puerta de acceso a la ciudadanía.
No está en jaque una hoja de inscripción, sino el derecho a ser reconocido como sujeto político, social y humano. La ley existe. Los principios de buena administración y de interpretación pro homine también. El incumplimiento no solo es evidente, sino también sistemático. La pregunta, entonces, ya no puede ser tibia: ¿Quién tiene derecho a tener derechos?
Kautar Loukaini es portavoz de Padrón en ECAS (Entitats Catalanes d’Acció Social).
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