Y, sin embargo, pacto
El Pacte Nacional per la Llengua pone en evidencia la dificultad de lograr consensos amplios en cuestiones nucleares


El Pacte Nacional per la Llengua, firmado ayer por el PSC, ERC, comuns y las principales organizaciones de defensa del catalán, es un ejemplo de cómo se desarrolla la política contemporánea, atrapada entre la necesidad imperiosa de actuar (la encuesta de usos lingüísticos de 2023 ponía de manifiesto el retroceso del uso social del catalán) y la dificultad de generar consensos entre las diferentes sensibilidades políticas representadas en el Parlament. Ni Junts, ni la CUP, ni el PP, ni Vox, ni los tres diputados de Aliança Catalana se han sumado al Pacte, que nace sustentado por una mayoría parlamentaria de sólo sesenta y ocho escaños.
El Pacte pone en evidencia algunos aspectos que definen la manera como se hace política en nuestros tiempos. Como mínimo, tres aspectos, que explican la dificultad (por no decir directamente la imposibilidad) de lograr consensos amplios en cuestiones tan nucleares como la protección y promoción de la lengua catalana.
En primer lugar, en la política actual prima la táctica por encima de cualquier otra consideración. Se impone el corto plazo en la acción de los partidos, sometidos a la dictadura del titular diario que impone el actual ecosistema mediático, fragmentado, acelerado, enloquecido.
A ello ayuda también la transformación de la competencia entre los partidos, que ha pasado de centrípeta a centrífuga, lo que otorga un papel principal a las fuerzas situadas en la periferia del sistema, capaces de tirar de las fuerzas centrales, lo que predispone a todo el sistema a adoptar posiciones más extremas e incompatibles entre sí, dificultando (cuando no imposibilitando, repito) el consenso. Antes, los partidos ganaban cuando se situaban en el centro del tablero, ahora ganan cuando se ubican en los extremos, porque generan más atención.
Más allá de todo ello, por lo que respecta al catalán hay que tener en cuenta el cambio de fondo que supuso el procés, que rompió algunos de los consensos básicos sobre los que se había edificado el autogobierno recuperado en los setenta. Porque el procés supuso, entre muchas otras cosas, una apropiación de algunos de los elementos simbólicos que definen a Cataluña, entre ellos, y muy fundamentalmente, la lengua (el manifiesto koiné). No es ajeno a esto obviamente el papel que desde principios de siglo jugó el neolerrouxismo de Ciudadanos, pero la reacción del mundo independentista (de una parte, al menos), situando al catalán en el centro del combate, lo despojó del carácter transversal (y consensual) que lo había definido la idea clásica de la “unitat civil”. El procés hizo la transición de un catalán de todos (en català, si us plau) a uno de imposición (en català, collons).
Más allá de todo ello, en el fondo del fondo, el debate pone de manifiesto la existencia de dos concepciones de país: los que creen que el país está completado y los que consideran que aún está por hacer, que Cataluña es un país que no se acaba nunca, que siempre hay que estar construyéndolo, tejiendo y retejiendo, sumando a un consenso difícil pero imprescindible.
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