Para acabar por fin con la literatura
¿Qué pinta la literatura como adicción dura en el repertorio de entretenimientos que hoy ofrece la sociedad moderna?


El corporativismo gremial de los profesores (profesores de lo que sea) no tiene límites ni pudor, pero el atrevimiento de los de literatura es de traca fallera: ¿Qué parte no han entendido sobre el imperio de la era digital y la redentora y bendita Inteligencia Artificial? Parece que no hayan leído ni medio artículo sobre la revolución que se avecina para arrumbar por fin con la creación, el estilo y las virtudes de un texto literario humano porque, obviamente, van a ser desde ya productos manufacturados por sistemas entrenados con millones y millones de textos, frases, versos, paradojas, ironías, gracietas y trascendencias… que van a dejar fuera de juego a cualquier posible tentativa de emulación.
Deben de ser los únicos ciudadanos -los profesores de literatura castellana y catalana- que no se han enterado porque, si no, no se entiende que hayan hecho público un manifiesto -como en los viejos tiempos- para reivindicar que algo tan superado y residual como la literatura preserve un espacio no meramente testimonial en el programa de estudios de los muchachos de 15, 16, 17 años, nuestros bachilleres. ¿Alguien se puede creer que a alguno de ellos les pueda descerrajar un disparo en la cabeza un poema de Baudelaire, una página de Josep Pla, un capitulito (cortito) del Quijote, un monólogo profundamente depresivo de La Celestina o un cuento de Quim Monzó?
Siguen siendo estos profesores tan ingenuos como cuando empezaron la carrera y se bebían los libros como si fuesen yonquis incorregibles porque habían descubierto una sustancia (creo que ahora se llama así) que no tenía límites ni de lengua ni de época ni de geografía, capaz de sacudir como casi nada es capaz de hacerlo el equilibrio íntimo de mentiras, de autoengaños, de hipocresías, de trolas y de prejuicios anquilosados. De muchos de los grandes libros salían tarumbas perdidos, aturdidos hasta la alucinación, conmovidos y partidos por dentro mientras Kafka se reía discretamente, Faulkner seguía bebiendo y Shakespeare ligaba sin parar citando sus propios y turbadores versos.
No es extraño que hoy digan a los cuatro vientos en ese manifiesto que la literatura “no es un lujo”, ni les parezca razonable que quede solo relegada a los más vocacionales ni compartan la idea de que sea aceptable que la literatura la impartan profesores que ni siquiera han estudiado filología. Qué más da: con una visita furtiva y rápida a Google cualquiera mete un resumen en clase de Mirall trencat o de Solitud, y listo: expediente cubierto, con la garantía de tener en el aula un puñado de chavales profundamente asqueados.
¿Qué pinta la literatura como adicción dura en el repertorio de entretenimientos que hoy ofrece la sociedad moderna? ¿A quién le hace falta cambiar de vida y darle la vuelta completa a las estupideces que oye una y otra vez a papá y a mamá, a la tieta y al tiet, en la tele, en las redes o entre amigos? ¿A quién le hace falta meterse un rejonazo hasta el cerebelo que le deje sin respiración y encima siga respirando, pero siendo ya otro? Qué tontería, por favor: prohíban cuanto antes que los muchachos lean literatura en los institutos porque si acaba cayendo en sus manos esa explosión nuclear, solo comparable a la explosión del orgasmo, nadie podrá responder de lo que esté por venir entre ellos y entre ellas, juntos y por separado.
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