¿Puedo pasar?
La vida en Barcelona se caracteriza porque puedes llamar amigo a alguien sin jamás haber puesto un pie en su hogar

Se avisa metafóricamente de que las paredes hablan para prevenirnos de la dificultad de mantener algo en secreto. Pero el dicho funciona más allá de la metáfora, pues nuestras casas y sus paredes lo cuentan todo de nosotros; incluso contra nuestra voluntad. Un paseo navideño por Instagram, sin ir más lejos, bastará para pillar in fraganti al supuesto artista precario hecho a sí mismo en un story frente a la chimenea del casoplón familiar en la Cerdanya. Pero, ¿no decías que no tenías ni para cenar filete, Genís?
Desde que vivo en Barcelona, no obstante, las paredes han enmudecido, y el fisgón que llevo dentro —prefiere que le llamen periodista— vaga a tientas por la ciudad: la vida en la capital catalana se caracteriza porque puedes llamar amigo a alguien por años sin jamás haber puesto un pie en su hogar. Y yo me digo: ¿cómo he de profesar amistad a una persona sin haber visto su nevera por dentro? ¿Cómo estar seguro de que es quien dice ser sin saber si cubre su sofá con una funda, si es más de monsteras o de geranios? Aún busco la respuesta.
Presumiendo que mi intuición sobre la reticencia barcelonesa a recibir en casa sea cierta —y no señal de que mis amigos no me consideran tal cosa—, urge indagar en los motivos de tamaña peculiaridad. ¿Será que, como todavía no ha entrado en vigor la regulación de precios y el alquiler medio supera el salario mínimo, muchos vivimos en zulos que no osamos mostrar? ¿O quizás el pésimo aislamiento de nuestras viviendas aconseja más bien citarse en un establecimiento climatizado? ¿Acaso los ritmos frenéticos de la ciudad nos impiden mantener la casa mínimamente presentable para las visitas? Podría ser, aunque ninguno de estos males es exclusivo de la Ciudad Condal.
La explicación, pues, ha de ser cultural, me digo. Dudo antes de tirarme a la piscina de los estereotipos: no son pocas las guerras desencadenadas por una idea preconcebida aireada alegremente. Luego me digo que esto es solo una columna. También que, con los años, las observaciones pasan de prejuicios a experiencias. Así, me atrevo a postular que, bajo la aparente mediterraneidad de las palmeras barcelonesas, subyace una corriente escandinava. La misma que —aún a día de hoy— evita que Rigoberta Bandini y Chanel celebren la calçotada que se prometieron, o que M. me presente a sus amigos del instituto.
Este verano resolví atajar de una vez por todas el problema con mis malas artes. Invité a tres amigas barcelonesas al pueblo de mis abuelos, en un rincón vaciado de la estepa castellana. Y en el momento más inesperado, en medio de una sobremesa soporífera entre higos y licores se lo solté. Les dije que se me hacía raro no haber pisado sus casas después de tantos años, que me faltaba algo. Y allí mismo, quizás debido a la culpabilidad inducida por el hechizo costumbrista de la parra, resolvieron que la próxima previa a una noche de fiesta no se celebraría en mi casa.
Marcos Bartolomé es periodista, profesor y analista especializado en la región mediterránea.
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