El desafío tardío de una generación privilegiada
Somos la primera generación de Europa que no ha vivido una guerra ni una posguerra. La nuestra, es la de la covid-19

Nací en el 65, soy hijo del baby boom. Mi generación ha sido, seguramente, la más privilegiada de la historia de España. Nuestra infancia discurrió al ritmo de la EGB, en el franquismo tardío, distraídos por Los chiripitiflaúticos, Meteoro y La casa de la pradera. Demasiado jóvenes para sentir la restricción de derechos individuales, pero con suficiente edad para disfrutar del progresivo enriquecimiento de la clase media.
Fuimos de los últimos en ver el Nodo y prestar el servicio militar, pero vivimos el paso del blanco y negro al color: la explosión de libertad de la transición, la relajación de costumbres, el pop español, el rock sinfónico, Génesis, Roxy Music y Queen. Gozamos de la oportunidad de poder viajar por Europa (en Interrail) y conocer otras realidades. Fuimos a Londres antes de que fuera invadida por las multinacionales homogeneizadoras y volvimos orgullosos y ufanos, tras haber visto una ciudad cosmopolita, con nuestras compras de Carnaby Street y los encargos de Levi’s etiqueta roja, bufandas Benetton o discos de Virgin, que aun tardarían mucho tiempo en llegar a nuestro país.
Cuando empezamos la universidad ya habían pasado las manifestaciones y trifulcas de la Transición. Solo teníamos que preocuparnos de estudiar y disfrutar de la vida, lo cual era claramente compatible. Accedimos sin dificultad a un mercado laboral en alza, en un momento en que Mario Conde —¡quién lo diría ahora!— era el modelo de triunfador al que muchos querían imitar, y nuestro objetivo (factible) era formar una familia, comprar una vivienda (con hipoteca), tener un buen coche y, con el tiempo, quizás, una segunda residencia.
El 2008 supuso el primer palo. Explotó la burbuja inmobiliaria y la clase media, venida a más, fue a menos. Fueron años duros, tiempos de renegar de los excesos pasados, seguramente, de nuestra elección de prioridades y objetivos y de plantear opciones más sostenibles, sensatas y enriquecedoras… Y cuando ya estábamos remontando y pensábamos en afrontar y planificar, con cierto sosiego, nuestro tránsito de la madurez activa a un nuevo estadio, en la convicción, como decía un buen amigo, de haber superado ya el examen de la vida, la política trastocó nuestra existencia: consultas, referéndums, juicios, condenas, manifestaciones por doquier, de diferente signo, división de la sociedad y crispación. Un conflicto que nos ha embargado, angustiado y al que no veíamos solución.
Y la puntilla ha sido la pandemia. Somos la primera generación de Europa que no ha vivido una guerra ni una postguerra. Nuestra guerra es la expansión de la covid-19. Nuestro confinamiento —la paralización de la economía, el miedo al contagio, el colapso sanitario— parecía algo absolutamente impensable hace tan solo un mes, pero es lo que nos ha tocado vivir.
Quiero creer que todo ello nos llevará a un nuevo paradigma, a la conciencia de que trabajar es un lujo, de que salir de casa es un privilegio, de que hay que disfrutar de la vida —que pasa demasiado rápida—, salir, reír, amar, disfrutar de los amigos y de nuestros mayores y restar importancia a aquello que no la tiene. El futuro es incierto, pero unidos, todos, podremos superarlo. El coronavirus no ha distinguido entre ricos y pobres, ideologías, nacimiento o condición. Todo ello ha despertado un sentimiento de empatía y solidaridad que no puede perderse.
Y si esto es lo más grave que nos depara la vida, sin duda, como nuestros padres y abuelos, seremos capaces de superarlo, espero, aprendiendo de nuestros errores y dejando atrás todo lastre innecesario.
Rafael Entrena es abogado.
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