Víctor Gómez Pin: “El tiempo libre ya no es libre. El ocio puede embrutecer más que el trabajo”
El pensador y ensayista disecciona la relación entre el ser humano y la máquina y analiza otras cuestiones ‘calientes’ de la sociedad de hoy


Con Víctor Gómez Pin (Barcelona, 80 años) cabe la posibilidad de empezar hablando de Kant y acabar hablando del txakoli. De empezar con la ontología y acabar con la cajera del súper de abajo. Incluso cabe la posibilidad de hablar a la vez de la ontología —que no deja de ser hablar del ser y sus propiedades, o sea, de la gente y sus cosas— y de la cajera. O de estar divagando sobre si un día las máquinas dictarán lo que tenemos que hacer en vez de al revés, y de repente estar recitando de corrido a Lorca y a Descartes o bromeando con que al final ha cerrado por falta de clientela la tienda esa de mascotas que había en el barrio. O de recordar con un deje de nostalgia al ficticio ordenador Hal-9000 de Stanley Kubrick (2001: una odisea del espacio) y poner sobre la mesa que este ya es un tiempo de robots verdaderos… y lo que nos queda por ver.
Puede que con su ilimitada capacidad para alternar la categoría y la anécdota, el profesor y ensayista doctor en Filosofía por La Sorbona y catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona —uno de los pensadores españoles más lúcidos de los últimos 50 años— quiera reivindicar la vieja aspiración de un ilustre colega suyo como Jürgen Habermas: que la filosofía trate de explicar la totalidad de las cosas y de contribuir a la explicación racional de nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y al mundo de forma permanente, en vez de erigirse en un oportunista manual especializado aplicable a cada situación, por boba que esta sea. En esa línea, el autor de libros como El orden aristotélico, El drama de la ciudad ideal, La España que tanto quisimos o El honor de los filósofos ha publicado recientemente en la editorial Acantilado El ser que cuenta. La disputa sobre la singularidad humana, una ambiciosa incursión teórica y práctica sobre el progresivo protagonismo del algoritmo, las máquinas y la inteligencia artificial en el devenir de nuestra civilización. O sea, EL TEMA. La conversación transcurre en la casa de Víctor Gómez Pin en el Eixample de Barcelona.

El hombre y la máquina, las máquinas. ¿Qué ha querido contar en este libro?
Pues toco un tema que, en definitiva, es un problema filosófico que ha arrastrado siempre a la humanidad: la singularidad del ser humano. Y esa singularidad viene dada, entre otras cosas, por el lenguaje, que es como un segundo nacimiento. Están el nacimiento biológico, y luego lo que yo llamaría un segundo nacimiento, que es la inserción en el lenguaje.
Ese valor del lenguaje como elemento irreductible del ser humano sobrevuela todo su libro, en efecto, por boca de Descartes, de Chomsky, de otros…
Este tema, Chomsky ya lo planteaba hace 50 años. Es un posicionamiento: la irreductibilidad del lenguaje humano ante los códigos de los lenguajes animales. Y yo creo, y es doloroso, que actualmente la palabra “ecología”, en ciertos discursos, es una palabra fetiche que lo recubre todo. Cuidado. Ya me dirás tú a mí lo que a la naturaleza le importa lo que yo piense o deje de pensar. Lo que yo piense, en general, tiene poco interés, decía Platón. Por ejemplo: es obvio que hay un cambio climático. Ahora, ahí hay un problema filosófico fundamental. No nos confundamos. Una cosa es que estemos contribuyendo al cambio climático, y otra decir que hay cambio climático solo porque estemos aquí nosotros. Sería una locura pensar eso. La naturaleza tiene su propia dinámica, y la técnica nunca va a dominar la ley de la necesidad natural. Lo que sí puede es actualizar las potencialidades de la naturaleza que son negativas para el ser humano.
Pero cabe la posibilidad de que un día haya una naturaleza sin el ser humano, ¿no?
Sin el ser humano, la naturaleza sería insignificante, en el sentido de que carecería de significación. El ser humano hace la naturaleza inteligible. Ahora, ¿puede modificarla? No. Pero sí utilizar conveniente o inconvenientemente sus potencialidades. Y claro, los ecologistas y usted y yo queremos que las utilice convenientemente.
¿Estamos atribuyendo al ser humano demasiadas facultades?
¡Por supuesto!
¿Habría que quitar, entonces, un poco de hierro a las potencialidades del ser humano?
¡Por supuesto! El ser humano es impotente para modificar la esencia de las leyes de la naturaleza. Pero sí está contribuyendo a que, de esas potencialidades, se actualicen las malas.
Bueno, por ejemplo en un caso como las riadas de Valencia sí llega a modificar esas leyes naturales, ¿no?, desviando cauces o construyendo viviendas en lugares donde no debería.
Exactamente. Pero entonces, lo que el ser humano puede hacer es paliar. Paliar con la técnica. La técnica es conocimiento de aquello que la naturaleza posibilita.
¿Cabe pensar que el ser humano haya podido incurrir en un exceso de presunción o de optimismo al considerar saberlo todo o casi todo en todo momento?
Lo que caracteriza al ser humano no es tanto saber como aspirar a saber. De hecho, es bien conocido que Sócrates se confesaba ignorante en casi todo, pero complementariamente Aristóteles arranca su texto más célebre, Metafísica, afirmando que todos los humanos —no una élite—, por su naturaleza específica, desean simbolizar y conocer. Otra cosa es que este deseo sea frustrado y hasta repudiado en función de circunstancias sociales contingentes. Una sociedad sana sería aquella que incentivara esta exigencia, mientras que una sociedad insana es precisamente aquella que incentiva la pretensión de saber (que garantiza el triunfo social), parapeto de una ignorancia real.
Volvamos a las diferencias entre animales, máquinas y seres humanos.
Volvamos.
La jerarquía del ser humano sobre todo lo demás desde que el mundo es mundo… ¿puede llegar a estar en entredicho? ¿Hay que temer un “poshumanismo” asomando por la puerta o nos estamos volviendo locos?
Lo fascinante es que hayamos llegado a plantearnos la posibilidad de que entes que son resultado del saber humano puedan llegar a sustituirnos. Para que ello ocurriera sería necesario que entidades maquinales llegaran a ser capaces de enunciar juicios cognoscitivos, juicios éticos y juicios estéticos, que nosotros enunciamos casi en todo momento de manera inconsciente, sean o no acertados y fértiles. Que ciertos algoritmos lleguen a este estadio está por probar. Pero el hecho mismo de que ello sea susceptible de discusión racional es algo insólito. Todos los grandes del pensamiento pasado estarían hoy volcados sobre el problema.

¿Es justamente esa ausencia en animales y máquinas del triple juicio kantiano —cognoscitivo, ético y estético— lo que nos distingue de ellos?
Mi respuesta es clara y fundada en análisis. Con respecto a los animales: no hay animales que hayan superado el nivel de la experiencia. Cuidado, la experiencia es algo muy importante, lo más esencial para la vida, según Aristóteles. Consiste en medir el error y no volver a cometerlo. En esto, los animales son extraordinarios porque tienen eso, conocimiento experimental. En los seres humanos, el lenguaje hace que a veces ese conocimiento experimental quede perturbado. Tenemos la técnica, aunque eso no es conocimiento experimental. La técnica, sobre la base de muchísimo conocimiento, es lo que hace que haya sido posible crear este aparato [señala el teléfono móvil que graba esta conversación], aparato que jamás habría creado la propia naturaleza por sí misma sin la presencia de un intermediario, o sea, del ser humano. Sin el lenguaje, la naturaleza jamás habría producido esto.
Lo mismo ocurre con el arte, pero multiplicado por mil, ¿no?
Imagínese que aparece ahora por aquí un artista contemporáneo que además convierte este teléfono en un objeto como el orinal aquel [se refiere a Fuente, la célebre escultura de Duchamp en forma de urinario de porcelana]. Eso ya sería otra dimensión. Puede ser una chorrada o no. El arte no es ni bueno ni malo, es emergente o no. Emerge o no emerge. La bondad o la maldad del arte es una cuestión sin sentido. No hay un arte subordinado a la moral, eso es absurdo. Hace 50 años se planteó en Francia si Céline [escritor francés filonazi, autor entre otras obras de la magistral novela Viaje al fin de la noche] tenía que estar o no en La Pléiade [la más prestigiosa de las colecciones literarias francesas]. Y no hubo problema. Hoy sería imposible. ¡Pero que seas un canalla no tiene nada que ver con tu obra! ¡Céline era un canalla! ¡Quevedo era un canalla! ¡Y tantos otros! ¡Picasso sería un mal tipo, pero hizo una maravilla llamada Guernica y sirvió así a la República! Pero si hubiera sido un gran tipo y hubiera hecho un churro, habría perjudicado a la República.
Bueno, aquí llegamos a un punto crítico…, la generación de obras de arte y de libros de ficción por parte de máquinas, cosa que ya existe. ¿Qué opina?
En mi libro lo digo, y lo digo desde el prólogo: la situación de las máquinas es mucho más interesante desde ese punto de vista. Yo no puedo obviar que soy un animal. ¡Y con 80 años, como decía el otro, cómo voy a obviar que el Señor amenaza con la devastación! Soy un animal, y tengo un vínculo con todos los demás animales. Ahora, cuidado: el hecho de que ahora mismo nos estemos planteando racionalmente si una máquina puede o no estar haciendo objeciones a su creador, no tiene precedentes en la historia de la humanidad.
De eso ya habló Stanley Kubrick en 1968 [2001, una odisea del espacio]. La rebelión del ordenador Hal-9000...
Sí, bueno, claro, Kubrick y todos esos temas… Bien, pues ahora mismo, la cuestión esencial para la filosofía es la relación entre la máquina y su creador, el ser humano. Un filósofo no se puede permitir el lujo de decir que este tema no le interesa. El mero hecho de que estemos discutiendo de estas cuestiones —incluso desde mi sesgo, y mi sesgo es decir que al final, por encima de todo, está el ser humano—, o sea, discutiendo acerca de si hay una máquina susceptible de dar el paso que va de Newton a Einstein… no tiene precedentes. Ahora, cuidado: repito, el arte es emergencia. El arte emerge o no. No se planifica, y si se planifica, no es arte. Yo intenté meterme en el espíritu de la máquina, e hice un poema. Un poema como lo haría un algoritmo. Pero vaya, que esto no…
No, no, cuente, cuente…
Pues me salió una cosa que [se ríe a carcajadas]… yo sé que es un churro. Ahí no hay nada nuevo. A ver, hice una vinculación sintáctica, con maravillosas metáforas relativas a la piedra, desde Neruda hasta Lorca…, y acababa así: “Ante la piedra, el murciélago pudo ver la muerte ajena”. Yo sé que ahí no había creación, no creé nada, había sintaxis… pero no semántica. Ni ninguna emergencia de nada, nada emergía, no había arte. Moraleja: uno puede funcionar como un algoritmo, y de hecho muchas veces lo hacemos, lo cual no quiere decir que cuando soñamos lo estemos haciendo. Esto es muy importante para mí en mi libro, en la filosofía y en la vida.

Mucha gente comparte una inquietud, o llámese como se quiera, ante la idea de una progresiva “humanización de la máquina”… ¿Nos tiene que preocupar más eso o la “maquinización de lo humano”?
Ahí está el asunto. La cajera del Bonpreu, o sea, el supermercado de ahí abajo donde yo hago la compra, funciona como un algoritmo. Pero cuidado, no siempre. De repente llega un cliente que le cae simpático y entonces la mecánica es otra, ya no le sale funcionar como un algoritmo. Hay una cosa fundamental: funcionar como un algoritmo es plegarse a un código, pero cuando surgen cosas tan comunes como el deseo, o el sueño, no hay códigos que valgan. No puedes desear lo que te conviene. No funciona. Ni puedes soñar lo que te conviene porque, como han investigado algunos escritores franceses, los sueños tienen que ver con la poesía. Un poeta es alguien en el cual emergen cosas. La poesía no se pliega a nada, solo al lenguaje.
Quiere decir que no busca la eficacia…
Ni la objetividad. Solo tiene una meta, que es la fertilización del lenguaje. Que el lenguaje te atraviese. Lo que se da en la poesía es una conmoción intersubjetiva. Por ejemplo, en el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca: “La piedra es una espalda para llevar al tiempo”. Y si ya le añades “con árboles de lágrimas y cintas y planetas”, pues menudo jaleo. Nadie antes había dicho nada así. Pero pretender analizar eso desde una objetividad es una chorrada, no tiene ni pies ni cabeza.
Dice que los sueños tienen que ver con la poesía: ¿los sueños tienen ideología?
En el sueño no hay ideología. El propio Freud dijo que en el sueño puedes ser un canalla sin que tu ideología te pueda impedir serlo. En el sueño no hay ideología, pero sí hay lenguaje. A ver, esto que voy a decir parece de psicoanálisis barato, y de hecho lo es, pero al mismo tiempo no deja de ser una verdad como un templo. Es como la palabra “alienación”, que no está de moda, que si era cuando el marxismo y tal y cual, ¡pero sin embargo aquello que esa palabra designaba está hoy por todas partes!
Yo recuerdo una conferencia increíble que escuché a Carlos Castilla del Pino y que se tituló La alienación del tiempo libre. Muy reveladora… y premonitoria.
Conocí a Castilla del Pino. Qué interesante ese tema, y qué título tan precioso. Bueno, es que tengo que decirle una cosa, y es que hoy el llamado tiempo libre es tiempo, pero ya no es libre. Yo diría que hoy las modalidades de ocio pueden embrutecer más que las modalidades de trabajo. Incluso más que las modalidades de trabajo embrutecedor.
Bueno, al menos, del trabajo se suele tener claro que puede ser embrutecedor. Del ocio, no tanto, o no caemos en la cuenta.
Es que muchas formas de ocio hoy alienan la naturaleza humana. Bueno, todo depende de lo que se entienda por naturaleza humana. Yo ahí soy claro: no soy nihilista, porque considero, como creía Aristóteles, que el deseo del ser humano es simbolizar y conocer. Y si no, se siente profundamente frustrado. Nihilismo es negación de la singularidad humana. Si esta es una época profundamente nihilista es, entre otras cosas, porque ha dejado de apostar por la realización del ser humano en su confrontación con el conocimiento.
¿Ese es el rol de la filosofía, si es que tiene uno?
El rol de la filosofía, si lo tiene, es recordar que el ser humano no está destinado a una vida meramente empírica. Los animales tienen conocimiento empírico, que no exige ideas. Ni ética. Que hoy estemos discutiendo sobre si las máquinas son o no susceptibles de tener exigencias éticas, cognoscitivas y estéticas, es algo enorme que no había ocurrido nunca.
Si un día las tienen, tendrán derechos, ¿no?
Naturalmente. Este problema no solo lo tenemos los humanos. Los humanos, de momento, nos estamos preguntando si hay animales que se acercan a nosotros en capacidad cognoscitiva. Y, de momento, lo único que yo constato es que no hay ninguna razón para estimar que otros seres distintos al ser humano tengan esas preocupaciones. Por eso me parece tan bonita la metáfora del arca de Noé. El que se preocupa de los animales es Noé, no al revés. Y de momento, lo mismo pasa con las máquinas. Claro, aunque a lo mejor un día te puedes casar con una máquina. Tengamos en cuenta que hay gente que lo único que desea en el amor es la interlocución, que es muy importante, por otra parte.
Al final, la diferencia hombre/máquina —que no hombre/animal— ¿no se reduciría en lo esencial a la diferencia entre entes sintientes y entes no sintientes?
En un coloquio reciente en la Universidad Politécnica de Valencia se discutía sobre la posibilidad de entidades artificiales susceptibles de responder a nuestra interpelación a la manera de lo que el filósofo Gabriel Zubiri llamaba “inteligencia sintiente”. No estoy en condiciones de saber hasta qué extremo se ha avanzado en esta cuestión, pero si así fuera estaríamos en presencia de un salto enorme. No obstante, se trataría de un salto en el seno de la historia humana, un momento radical de nuestro destino, pero no una emergencia en la historia evolutiva, que es lo que supuso nuestra aparición, es decir la aparición del lenguaje.
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