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¿Nos está apagando la mente la inteligencia artificial?

Frente a sus innegables ventajas, utilizar los diferentes programas de inteligencia artificial incorpora amenazas latentes como los sesgos, la pereza mental y la deuda cognitiva.

EPS 2547 INTRO PSICOLOGIA

La inteligencia artificial es como convivir con un adolescente: unas veces brillante; otras, un poco torpe, pero nunca deja de sorprendernos… Cuando interactuamos con programas de inteligencia artificial (IA) como ChatGPT, Gemini, Claude, Grok y tantos otros, nos asombra su tremendo potencial para transformar el futuro, tanto en el trabajo como en la vida cotidiana. Son aplicaciones que nos inspiran curiosidad y en las que también depositamos confianza. De hecho, un estudio reciente publicado en Harvard Business Review sitúa entre los usos más destacados de la IA en 2025 su función como apoyo emocional. Más allá de generar textos o automatizar tareas, estas herramientas están siendo utilizadas como terapeutas, para organizar nuestra vida e incluso para ayudar a clarificar el propósito vital. Y esto solo acaba de comenzar. Como ya vaticinó la doctora Silvia Leal, experta y consejera de la OCDE en tecnología: “Hablaremos más con chatbots o con aplicaciones de IA que con nuestras parejas”. Lo publicó en 2017 y, hoy en día, muchas personas pasan más tiempo con herramientas o con dispositivos que se apoyan en la IA que con personas de carne y hueso. Para hacer un uso adecuado de dicha tecnología necesitamos conocer los riesgos a los que nuestra mente se enfrenta cuando entra en contacto con ella. Veamos tres de los más relevantes.

El primer riesgo se debe al mundo de los sesgos. Explica la doctora Leal: “La IA avanza sin poder evitar los sesgos de los datos o las mentiras de internet. Además, se desarrolla a nuestra imagen y semejanza, y el ser humano está lejos de ser perfecto”. Es decir, esta tecnología será rápida y sorprendente, pero puede fallar. Es más, la creencia de que la IA resulta infalible nos acentúa el sesgo de automatización, por el cual no cuestionamos los resultados que nos ofrece o nos guiamos por un navegador a pie juntillas, aunque nos lleve a un sitio que pensamos que está equivocado.

El segundo riesgo surge por el ahorro de energía de nuestro cerebro. Nuestra masa gris está programada para ahorrar esfuerzo, pesa el 2% de nuestro cuerpo, pero consume más del 20% de la energía diaria. Por dicho motivo, solemos evitar ciertos esfuerzos innecesarios y caemos en lo que se conoce como pereza cognitiva. Debido a la pereza dejamos de recordar los números de teléfono o de practicar cálculos mentales si tenemos agendas o calculadoras en nuestros móviles. También por la pereza, cuando nos enfrentamos a alguna duda, tenemos la tendencia inconsciente de buscar una solución rápida para reducir la incomodidad, según investigadores de la Universidad de Texas, tras analizar la frecuencia con la que los alumnos repasaban los resultados de sus exámenes antes de entregarlos. Pues bien, con este punto de partida natural, no es de extrañar que la IA acentúe la pereza cognitiva y comience a debilitar nuestra memoria a la hora de recordar información.

Por último, y relacionado con el punto anterior, el tercer riesgo inconsciente puede que sea el más preocupante de todos: las actividades cerebrales que “sacrificamos” más allá de la memoria. En un reciente experimento realizado por el MIT se midió la actividad de 32 zonas cerebrales de voluntarios que escribían ensayos sobre la filantropía a lo largo de cuatro sesiones y contando con diferentes recursos. El primer grupo no tenía ningún tipo de ayuda; el segundo solo podía apoyarse en buscadores tipo Google, y el tercero podía utilizar ChatGPT. Pues bien, pasadas las sesiones descubrieron que el tercer grupo registraba menor actividad cerebral, menor memoria sobre lo que había escrito y una escasa sensación de autoría, comparado con el resto de grupos, especialmente con el primero. O como recogieron los propios investigadores, los grupos que usaron la IA “presentaron un rendimiento constantemente inferior al nivel neuronal, lingüístico y conductual”. Pero lo que es peor, el último ensayo que los voluntarios debían escribir tenía que ser una compilación de los tres anteriores y, en este caso, se les pidió cambiar de recursos. Quienes habían utilizado la IA pasaron a apoyarse solo en sus reflexiones, y así sucesivamente. Lo que se descubrió fue que el grupo que había usado inicialmente ChatGPT mantenía la escasa actividad mental, aun cuando ya no disponían de él. Dicho fenómeno se conoce como “deuda cognitiva”, es decir, un uso intenso de la IA puede aportar un beneficio a corto plazo, pero a costa de un deterioro en el aprendizaje, la capacidad para formar ideas complejas, la creatividad, la motivación o la conexión profunda con lo aprendido, entre otros.

Las tres dificultades anteriores nos advierten de algo importante: con la IA corremos el riesgo de volvernos cada vez más dependientes y de tener un menor esfuerzo mental en nuestras actividades diarias. Además, sabemos que el cerebro, en su eficiencia, tiende a debilitar las funciones que no ejercita. Por ello, necesitamos entrenar el pensamiento crítico, hacer un uso consciente y limitado de la inteligencia artificial, convertirla en una entrenadora y no en una muleta que pudiera sustituir gran parte de nuestros procesos mentales. Hemos de cuestionar los resultados que nos ofrece dicha tecnología basándose en nuestra experiencia o la de otras fuentes, utilizarla como un sparring mental, pero no convertirla en un atajo que comprometa nuestro aprendizaje o en un oráculo que todo se lo sabe.

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