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La historia de la minera trans de la Patagonia: “Hackeé el sistema. Marqué el precedente. Cambiamos la historia”

Carla Antonella Rodríguez relata cómo se convirtió en la primera mujer de su pueblo, Río Turbio, al sur de Argentina, en trabajar en la mina: su vida se cuenta ahora en la película ‘Miss Carbón’

Trans miner of Patagonia

Aquí, siempre, hubo viento y frío. Guanacos, ñandúes, pumas, liebres, zorros. Hasta que alguien descubrió carbón debajo de un cerro. Un mineral atractivo, combustible, opaco, brillante, negro, rígido, quebradizo. Se perforó. Se construyó una mina. Se formó un pueblo alrededor de esa mina. Hubo trabajadores que, desde distintas provincias del norte, llegaron a habitar ese pueblo. Hubo cuerpos, muchos cuerpos en un sitio donde antes no había nadie. Hubo casamientos, muertes y nacimientos. Como en cada pueblo, hubo personas que no se sentían representadas por su cuerpo. Pero hubo una que decidió decirlo. Mostrarlo. Que luchó contra su familia, sus compañeros, sus profesores, sus vecinos y contra todo aquel que se le puso delante. Una que decidió pelear por sus convicciones. Una que en esa pelea derribó un mito —leyenda, cuento, ficción, quimera— y permitió que después de 80 años las mujeres pudieran trabajar dentro de esa mina. Una persona que ahora, en esta cabaña de madera, una mañana de mayo, el casco a un costado, la voz firme, habla de su cuerpo. Asegura estar orgullosa de él. Dice: “El cuerpo lo dejé en esa lucha”. Se queda un momento en silencio, quizás suspira, y agrega: “La vida la dejé en esa lucha”.

Carla Antonella Rodríguez, retratada en su casa en Río Turbio.

Carla Antonella Rodríguez se soñó minero antes que mujer. Nació hace 33 años en Mina 3, un asentamiento ubicado junto a la mina de carbón de Río Turbio, una localidad de 11.000 habitantes situada entre la cordillera andina y la meseta patagónica, en la Patagonia argentina. De nombre, le pusieron Carlos Enrique. Su padre trabajaba en la planta de lavado de la empresa y ella, con cinco o seis años —su primer recuerdo—, caminaba hasta el cerro y se sentaba a ver cómo él, con otros hombres, subía a los camiones que, de a poco, ingresaban en la mina: se perdían en ese agujero oscuro.

Allí hizo la escuela infantil. Sonríe al recordar esa época, al pensar en la comunidad del asentamiento, el sentirse protegida. Porque, luego, cuando se mudó a Río Turbio y empezó a vestirse de mujer, las cosas cambiaron. En el colegio la maltrataban. Sentía que el pueblo la rechazaba.

Ya en aquella época quería irse: escapar de la bronca, el alcohol, las peleas familiares. A los 10 años se ilusionó con la propuesta de un internado salesiano en Río Gallegos. Pero su padre, su madre, que no. Que mejor no. Unos años después, otro internado, pero tampoco le firmaron las autorizaciones. Siguió, como pudo. Soportando las miradas, las burlas. Porque a medida que fue creciendo, la situación empeoró. Cuando la veían de lejos, a una o dos cuadras, flaca, con el vestido de flores, le gritaban. A veces le tiraban nieve. Otras, piedras.

A los 14 dejó el colegio secundario y empezó a trabajar: como asistente de peluquera, limpiando casas, limpiando el cabaret del pueblo.

En ese momento se produjo el quiebre. Porque las historias de las mujeres trans suelen sumar vivencias similares: descubren su identidad de género, la anuncian a su familia, que las repudia, sufren, son discriminadas laboralmente, intentan insertarse en un sistema que las rechaza; algunas se convierten en prostitutas. Cambia el país, la ciudad, el pueblo; el contexto, los detalles. La sociedad las corre, las aparta, las aleja. Sin embargo Carla, que no tenía a nadie en el pueblo, que no tenía a nadie en el mundo, se acercó a quienes veía parecidas. Se acercó a las mujeres trans. A otras que antes habían sufrido cosas similares. Viéndolas, pensó que quería buscar su propio camino. Decidió: algo tenía que hacer. Dice ahora: “Hackeé el sistema. Marqué el precedente. Cambiamos la historia”.

Carla Antonella Rodríguez, junto a uno de sus compañeros, en un descanso.

Cuenta el mito que hace mucho tiempo, tras un derrumbe en la mina, una mujer entró a buscar a su esposo. Que nadie, nunca más, la vio salir. Que su alma quedó dentro del cerro. Que, cada tanto, algunos mineros caían en la seducción de esta mujer (“la viuda negra”) y también desaparecían. Que por eso ninguna otra mujer podía entrar: el alma en pena se pondría celosa, generaría accidentes.

Con modificaciones, en Río Turbio la leyenda se repitió de boca en boca, año tras año. Incluía una excepción: el 4 de diciembre, día de Santa Bárbara, patrona de los mineros, las mujeres podían entrar a la mina, visitar el lugar de trabajo de sus esposos. Y luego, afuera, había bailes, fiestas en salones gigantes, se elegía a la reina del carbón. Durante 80 años hubo gente que creyó y difundió el mito. Si las mujeres no entraban, accidentes no iba a haber. Pero igual, aunque las mujeres no entraran, accidentes había.

Entrada principal de la mina de carbón de la localidad argentina de Río Turbio.

Son las 23.30 y su turno de seis horas terminaba a las doce de la noche, pero un seísmo de 5,2 grados, con epicentro a solo siete kilómetros del pueblo, hizo crujir la tierra. Debido a la posibilidad de réplicas, Carla fue evacuada junto a las más de 180 personas que por turno trabajan en el interior de la mina de la empresa Carboeléctrica Río Turbio (antes, Yacimientos Carboníferos Río Turbio).

A pesar de la quietud momentánea, de que la tierra no volverá a temblar hasta dentro de un rato, en el pueblo la preocupación sigue: se mantiene sobre él como una nube estacionada. Porque en febrero, por decreto, el Gobierno dispuso la transformación de la empresa estatal en una sociedad anónima y abrió un plan de retiros voluntarios. El objetivo, dijeron, era facilitar la privatización y atraer inversiones privadas. Sin embargo, los taxistas, los mozos, las amas de casa, todos aquí saben que el carbón no se vende, que las inversiones no llegan. Temen el cierre de la mina. Y, con él, el ocaso de Río Turbio y 28 de Noviembre, los dos pueblos cuyos 22.000 habitantes, directa o indirectamente, dependen del yacimiento.

Acurrucada en el sillón del vestíbulo, Carla Antonella Rodríguez dice que el temblor la sorprendió aunque no la asustó demasiado. Le pregunto cómo hizo, durante su vida, para sobreponerse a la hostilidad, a las burlas, a la falta de refugio. “Me he tirado a dormir, he llorado. Pero las personas trans somos como una cebolla con cáscaras: capas, capas y capas. Quizás, porque otras que sufrieron antes nos enseñaron que si nos preguntan cómo andamos tenemos que responder ‘bien’, aunque estemos rotas. Si nos ven mal, es más fácil hacernos daño”.

Carla es oficial mecánica: arregla máquinas durante seis horas, de lunes a viernes. Cada dos semanas hace turnos de madrugada. Termina la jornada llena de hollín.

Decidió: algo tenía que hacer. Apenas cumplió 18 años, llevó los papeles para entrar a trabajar en la mina. Eran épocas complicadas para el yacimiento: había paros y medidas de fuerza. Dos años después, volvió a llevarlos. Sabía que si se presentaba como trans la iban a mandar a su casa. Así que fue con el pelo atado. Y cuando le preguntaron el nombre, con la voz firme, dijo: “Carlos Enrique”.

En la entrevista, el psicólogo le hacía preguntas sobre su identidad de género. Escarbaba, intentando que se equivocara. Pero ella, nada. “Yo que vos elegiría otra cosa”, le dijo. “Es la única alternativa que hay”, respondió ella, y siguió, decidida a cumplir con su propósito. Cuando le dijeron que estaba contratada para trabajar en el interior de la mina, pensó que era una broma, que la estaban poniendo a prueba para poder después enrostrarle su debilidad. El primer día, al llegar, escuchó las risas: “Ahí viene el puto”. El segundo día, lo mismo. Y el tercero. Agachaba la cabeza y caminaba. Aguantando. Si alguien levantaba 50 kilos, ella levantaba 60. Si alguien necesitaba ayuda, en silencio, lo ayudaba. Sobreexigida, entendiendo que en su vida ese trabajo iba a marcar una diferencia.

Cada vez que estaba a punto de quebrarse, cuando se preguntaba “¿qué hago acá?”, pensaba en la lucha colectiva. Se repetía que estaba marcando un antecedente para cambiar las cosas. Frente a las ganas de llorar, la impotencia, cerraba los ojos y trabajaba más fuerte. Hasta que un día se cansó: la información era un poder que, hasta ese momento, había decidido no usar. Esperó. Esperó que se rieran, que le dijeran “maricón”, “traba”. Y cuando se lo dijeron, preguntó: “¿Vos por qué me decís eso? ¿No estuviste con mi amiga?”. Lo único que se escuchó entonces fue el ruido de las máquinas. Ella siguió: “Ustedes hablan mucho. Pero si hablo yo, sus familias se destruyen. Este pueblo es chico y promiscuo. Acá se sabe todo”. La escena, dice, sumada a los momentos de lucha, de paro, de reclamo y olla popular la llevó a unirse con sus compañeros. A que la conocieran. A que la fueran aceptando.

Río Turbio, en la provincia de Santa Cruz (11.670 habitantes), vive en gran parte del trabajo en la mina.

El hombre de seguridad nos explica que, por los gases, debemos dejar afuera los celulares: podrían explotar. Que debemos llevar el casco, la linterna y el autorrescatador: si hay problemas, al abrirlo, contaremos con media hora de oxígeno químico. Vamos a entrar en una camioneta: recorreremos unos ocho kilómetros y, luego, caminaremos. Carla trabaja de oficial mecánica: de lunes a viernes, durante seis horas arregla distintos tipos de máquinas. Cada dos semanas rota turnos de madrugada. Mientras posa para las fotos, dice que aquí, en el interior de la mina, todos somos iguales.

No te marca la genitalidad, no te marca nada. En el peor de los casos, si a alguien le llegara a suceder algo, vamos a ayudarlo entre todos.

—Pero no era así cuando entraste…

—No. Eso lo fuimos construyendo. Aunque no lo creas, en estos lugares de trabajo donde hay 10 o 20 personas a veces se arman debates que te ayudan a pensar.

—¿Notaste un cambio muy grande?

—Los cambios generacionales ayudaron. Hoy, la mayoría de los trabajadores son jóvenes. No tienen tan arraigada la construcción patriarcal.

Oficinas de la empresa Carboeléctrica Río Turbio.

El 9 de mayo de 2012, en la Argentina se aprobó una ley que reconoce el derecho de las personas a ser tratadas de acuerdo con su identidad de género autopercibida. Carla hizo el trámite: su documento pasó a decir “Carla Antonella” y en el ítem de “sexo”, una “F” de femenino. Al tiempo, cuando decidió operarse, ponerse siliconas, la mina se revolucionó. La llamaron desde el departamento de recursos humanos y le dijeron que ya no podía hacer el trabajo de interior. “¿Por qué?”. “Porque sos mujer”, le respondieron, y le dijeron que iban a trasladarla. Pasaría a la administración. No podían modificar su categoría, su horario ni su salario, pero la obligaban a cumplir tareas de oficina. Al llegar, se encontró con que sus compañeras la rechazaban. Cuando quiso ir al baño y pidió la llave, le dijeron que el baño de hombres quedaba en el pasillo.

Decidió luchar. En septiembre de 2015 hizo un escrito donde mencionaba “el trato discriminatorio” de sus compañeras y notificaba a las autoridades que iba a volver a su antiguo puesto. Sabía que nadie iba a oponerse: en ese contexto político de suma de derechos, habría sido un escándalo nacional. Al día siguiente, sus excompañeros la recibieron con abrazos. Fue la primera mujer trans trabajando en una mina. En 2023, participó en el armado de un departamento de género de la empresa. Y aprovechando que en julio de ese año se derogó una ley de 1924 que prohibía tareas “peligrosas o insalubres para mujeres” (normas abstractas que se usaban como excusa para no incorporarlas en la minería o los puertos), ayudó a diseñar el ingreso de mujeres a la actividad minera.

La efigie de santa Bárbara, patrona de los mineros (el 4 de diciembre se festeja su día).

En 2018, por intermedio de su hermana, la escritora Erika Halvorsen conoció a Carla. Le dijo que quería escribir sobre ella. Empezó a entrevistarla y, así, fue armando la historia que convirtió en un guion. Luego de idas y vueltas, el guion se convirtió en una película filmada por la directora Agustina Macri, que el 13 de junio se estrenará en las salas de España. Macri dice que hubo distintos aspectos que le interesaron para elegir esta historia: la temática, que fuera una historia LGBT, que fuera real, el lugar, las posibilidades fotográficas de un pueblo en la cordillera. “Muchas veces una elige una historia. Pero después esa misma historia se va desmenuzando, se va moviendo como en espiral hacia adentro, hacia cierta profundidad, y así vas descubriendo que había muchas razones que te hicieron elegirla”, cuenta por e-mail.

La minera trans Carla Antonella Rodríguez posa con su traje de faena.

En el comedor, sobre una mesa pequeña, el libro El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Carla dice que, al empezar a leerlo, reflexionó sobre muchas cosas. Pudo pensar en la dependencia, el apego y la aprobación de los otros. “Aprendí a mirarme en el espejo y a que me guste lo que veo. No estar pendiente buscando la hegemonía que marca el sistema: bonita, flaca, alta. No. Tengo un rostro duro, firme, manos de obrera curtida acá en la Patagonia”. Sonríe. “Soy esto. Y estoy orgullosa de lo que soy, de lo que pude conseguir”.

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