‘Si pudiera morirme en el vientre de mi madre’: un relato de David Uclés
El autor de ‘La península de las casas vacías’ teme perder a su madre y fantasea con formas de evitarlo: entregándole años de su propia vida, recuperando hábitos de la niñez o muriendo antes que ella

Hoy hace cinco años que murió mi madre. Desde entonces, la tierra se ha desbocado. Me da la sensación de que ocurrió ayer. ¿Es posible que yo haya vivido cinco años y ella no sepa nada? Me gustaría recuperarla del ataúd aunque tuviera que desatornillar cada tornillo con los labios. —Elias Canetti / El libro contra la muerte
Canetti escribió una vez la frase que mejor capta la magnitud del amor que siente un hijo por su madre. Se habría destrozado la dentadura si aquello le hubiera asegurado volver a ver a su progenitora. Yo, en su situación y ante semejante posibilidad, habría hecho lo mismo y otras cosas imposibles: me habría desfigurado el rostro, a riesgo de que ella después no me reconociera, y habría abierto el ataúd con mis propios huesos. ¡Hasta me habría arrancado todas las venas del cuerpo para atar el féretro y sacarlo de la tierra!
Gracias a Dios, por ahora no tengo que realizar ninguno de estos sacrificios, y no porque fuera de la lírica elegiaca no funcionen y no se deban a lógica alguna, sino porque mi madre está viva. Lo que sí que haría, si pudiera, es prescindir de buena parte de los años que me quedan por vivir y dárselos a ella: envejecer para tenerla más tiempo conmigo. Ella tiene ahora 70 y yo 35. Le cambiaría 15 años venideros por 15 suyos gastados, y nos quedaríamos los dos con cincuenta y pocos. Lo haría sin pestañear porque me debo en mi totalidad a ella; porque soy una prolongación de su carne, un órgano que se descolgó de su vientre y que late autónomo, pero nunca demasiado tiempo lejos de su cuerpo. Pensándolo mejor, quizás le ofrecería 10 años a ella y otros 10 a mi padre, porque ella solo late al compás de él y temo que, cuando le falte, nos falte ella a nosotros.
Soy consciente de que hay tantos tipos de madre como olivas en mi tierra, y que no todas han tenido la suerte de poder amar a sus hijos. Yo soy un afortunado porque la mía lo hizo y lo sigue haciendo. Así, la siguiente descripción de mi “nena” —como la llamo cariñosamente— bien pudiera ser un trasunto de cualquier madre que tiene la suerte de ser cariñosa con su progenie.
Mi madre es todo bondad; amable, tierna, luchadora, protectora… Uso adjetivos simples, pero ¡qué hay más puro que lo simple!, si quizás el mejor retrato de una madre sea el que escribe en el colegio un niño. Se muestra siempre alegre y nos irradia a todos luz. Probablemente, la persona más noble que he conocido nunca, y a quien, además de la vida, le debo el amor por las cosas sencillas y la fijación por querer procurar siempre la felicidad de los otros. En ella veo lo más parecido a un cobijo y, por eso, en noches de solivianto, rasgo los sueños y grito primero su nombre.
Sobre su espíritu podría escribir una obra infinita, pero sobre su rostro, me temo que no puedo trazar ni una sola frase. La razón: soy incapaz de pensar en mi madre y de verle la cara. Intento imaginármela, proyectarla en alguna pared lisa de mi cerebelo, pero siempre me ocurre lo mismo: sus rasgos aparecen difuminados en mi memoria, sin trazos concretos, inescrutables. Me ocurre desde pequeño y hubo un tiempo en que me incomodaba mucho. Con los años aprendí que esto debe de ser algo bueno, pues solo hay dos rostros que no puedo proyectar en mi memoria y uno de ellos es el de Dios —así crea más o nada en él. Por eso la pinté sin cara.
Recuerdo el verano que vendí su retrato. Lo adquirió un abogado de Galicia, Pedro Gamallo, para colocarlo en su bufete. Y esta fue la reacción de mi madre: “¿¡Cómo has podido venderme!? ¡Me van a observar allí tan lejos! ¡Qué vergüenza!”. Si ella logra reconocerse en una pintura en la que no tiene rostro, quizá tampoco sepa recordar el mío. O es en las imágenes donde aparecemos con menor detalle donde más nos reconocemos, como en la fotografía que tomé de nuestras sombras el verano de la pandemia, aquel tiempo que recuerdo con amarga alegría, pues, pese al clima de dolor e incertidumbre, el encierro me obligó a volver a pasar medio año con mi familia, y eso fue un regalo. Recobré tiempo perdido de mi infancia.
Hace unos días terminé de leer la última novela del escritor asturiano Fulgencio Argüelles, El desván de las musas dormidas, un libro con el que lloré mucho, y no suelo mojar el papel. Me emocionaron las bellísimas recreaciones de su infancia y cómo recuerda a su padre. Y me sentí muy afortunado de tener a los míos, y también a mi abuela materna, prolongación carnal de mi madre. Por eso acudí esta Semana Santa a mi pueblo, Quesada, mi Jándula literaria, para hacer algo que no repetía desde pequeño: recostarme en el regazo de mi abuela, la pieza más externa de mi matrioska materna, y endormiscarme mientras ella me acariciaba. También hice lo propio con mi madre, en Úbeda, la noche del Viernes Santo. Y noté de nuevo latir su corazón, el mismo que, menos venoso y agrietado, marcó durante 1989 el compás de construcción de mi cuerpo.
A decir verdad, no solo querría morir antes que ella, sino hacerlo en su interior. ¿No sería precioso invertir el ciclo de la vida?
Sus caricias fueron muy agradables. La última vez que nos habíamos abrazado tanto tiempo fue hace año y medio. Aquel mustio otoño padecí varias fibrilaciones, de un par de minutos cada una. Al no darme tiempo a ir en cada crisis a urgencias, solo me quedaba el consuelo de mis padres, cerrar los ojos y esperar poder volver a abrirlos. La primera vez que me ocurrió, con el corazón a doscientos y sin apenas aire ni conocimiento, logré gritar su nombre. Vino corriendo a mí y me puso la cabeza en su pecho, ella de pie y yo sentado en la cama. Estaba más tembloroso que mis aurículas, pero ella me apretó contra su cuerpo y me calmó. En otro de los episodios, la abracé de pie y le mordí el hombro del miedo que tenía. Guarda una pequeña señal desde entonces.
Una marca parecida les dibujé en La península de las casas vacías a las madres vascas que tuvieron que separarse de sus hijos para salvarlos de las bombas. Los montaron en barcos enviados al extranjero para que pudieran tener no un futuro mejor, sino simplemente algo más de “futuro” que ellas. Tras un velo onírico, cuento la historia de algunas madres que se rajaron los ojos para asegurarse de que lo último que veían era el rostro de sus hijos.
Por suerte, mi madre no tuvo que desprenderse de mí, y, si nada altera el orden natural de la vida, nunca tendrá que hacerlo. Yo, sin embargo, sí. Temo ese día e incluso comencé a tomar pequeñas decisiones para inmortalizarla: ya no compro el mismo suavizante que ella, para olerla cuando ya no esté, y dejé de tomar tostadas con mermelada de melocotón, el desayuno que me preparaba antes de ir al colegio y que resucitaré cuando necesite evocar aquella infancia tranquila en la que mi madre era inmortal.
A veces pienso que debería morirme antes que ella. Quizás la muerte no exista si mi madre sigue viva, pues ella es, claramente, lo más parecido a eso que llamamos dios. Decía Sagan que los horóscopos no tienen ningún fundamento porque la gravedad que ejercieron los cuerpos celestes en nuestro nacimiento es mucho menor que la que nos imprimió el ginecólogo. Luego, ¿qué realidad es más tangible, Dios sentado en el cielo o mi mamá pariéndome? Soy agnóstico, pero de la existencia de mi madre no albergo ninguna duda. Por lo tanto, de morir joven, no querría que me pusieran un crucifijo sobre la tumba, sino que se sentara mi madre sobre la losa de vez en cuando.
A decir verdad, no solo querría morir antes que ella, sino hacerlo en su interior. ¿No sería precioso invertir el ciclo de la vida? Que ese dios probable pulsara el botón rew y nuestros cuerpos rejuvenecieran. A lo Benjamin Button, pero todos al unísono y menguando hasta alcanzar la talla de un recién nacido. Olvidaríamos quiénes somos, como en la vejez, y las manos de madre nos empujarían hacia sus vientres. No puedo imaginar un lugar más adecuado y dulce para dejar de existir.
Como nada de esto va a suceder, al menos dejaré constancia de forma pública de una firme voluntad: cuando muera, que me entierren en el mismo pueblo que mi madre. Y no porque me encante Jándula, sino porque quizás la vida futura no sea más que una noche eterna en el pueblo de nuestros antepasados y, al morir, nos reunamos todos los lugareños y familiares y nos compremos cortes de helado en el jardín de la plaza con pasodobles de fondo y un vientecillo de la sierra haciéndonos sentir vivos.
Hasta entonces, te diré cada año lo mucho que te quiero. Felicidades, mamá.
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