La música en directo, el ruido y la especulación
Pagar lo que sea para escuchar lo que se pueda


“La próxima batalla en los conciertos va a ser el tema del sonido”. Lo dice un promotor español puntero. Dos cosas sobre esta afirmación. La primera, la que no se cita: se da por asumido el estrés que produce a los aficionados la compra de entradas: la yincana que hay superar para conseguirlas, la fluctuación del precio… Antes cabreo, ahora resignación. Un dato: hace unos días, en uno de los conciertos de Paul McCartney en Madrid, una seguidora pagó 90 euros por un boleto y su vecina abonó 250. Aquí la clave, entonces, va a consistir en convertirse en un lince de los caminos digitales que nos ha diseñado laberínticamente Ticketmaster. El que se mueva con soltura (y paciencia) conseguirá un precio justo, el que ande a tientas se tendrá que rascar el bolsillo (o hipotecar). Pero vayamos con el asunto: el sonido. Desde la pandemia existe una sensibilidad extrema con los asuntos del ruido y con las molestias ocasionadas por las aglomeraciones. Una de las soluciones pasa por bajar el sonido de los recitales. Ya está ocurriendo, aunque de forma abrupta. Se trata de un medidor que opera cuando desde el escenario la banda en cuestión aprieta el acelerador. El anticlímax resulta evidente para el espectador: qué ha pasado, alguien ha bajado el volumen. Existe esa opción, uno poco chapucera, y la más expeditiva: instar a los técnicos de las bandas a que no sobrepasen los decibelios pactados con los afectados. Ya se podrá charlar con el compañero de concierto sin gritar, pero es muy posible que esa sensación eléctrica tan poderosa que se siente en estos directos llegue amortiguada. De momento se está en la fase de tanteo, pero las organizaciones vecinales se han convertido en motivo de deseo para los bufetes de abogados.
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