Tokio, mucho más que medallas
En la cita olímpica, retrasada un año por la covid, se habló tanto de deporte como de salud mental y de abusos con Simone Biles como protagonista


Desde los cálidos campos de Huelva remiten plantones de fresas a los heladores páramos de Salamanca en pleno invierno. Muchos mueren, pero los que sobreviven tienen raíces más fuertes, más sanos, darán más y mejor fruto, y así piensan los entrenadores deportivos que machacan a niños y niñas, física y psicológicamente, con el fin de seleccionar solo a los duros de verdad, despreciando a los blandos, y como el agricultor que no vierte una lágrima por los plantones congelados, así el técnico sin simpatía, orgulloso de las medallas, ajeno al dolor causado, a las repercusiones de sus métodos en el coco de los niños que no superan sus exigencias.
El ciclista Alejandro Valverde, de 42 años, acude a una superescuela tecnológica de programación y responde a las preguntas de los que aprenden, y muchas de ellas son parecidas y sorprendentes: ¿cómo supera el fracaso? ¿Cómo no se hunde en la miseria? ¿Cómo soporta la presión de tener que responder a las expectativas de los demás?
Esta descripción descarnada de la relación entrenadores-deportistas, tan repetida estos tiempos —y apoyada en estudios universitarios que reflejan que tres cuartas partes de los deportistas de nivel internacional en el mundo han sufrido abusos o violencia psicológica por parte de sus técnicos cuando eran niños—, y esta visión de una juventud más asustada por fracasar que decidida a vivir, más temerosa que audaz, nadie las habría creído certeras, equilibradas, hace ni cinco meses; no, por lo menos, hasta que Simone Biles se quedó congelada en el aire después de impulsarse en pirueta y sobre el potro para ejecutar una acrobacia llamada Amanar (un mortal en plancha y dos piruetas y media). Ocurrió en los Juegos de Tokio, en julio aún. La quizás mejor gimnasta de la historia deja el salto en solo pirueta y media, y, pese a todo, con su sentido felino, cae de pie. Se pierde en el aire y al aterrizar es como si se preguntara, dónde estoy, qué hago aquí. Un clic. Se pierde la gimnasta, se encuentra la persona que sabiamente renuncia a su sueño, demasiado caro.
El extravío de Simone Biles, el miedo que confesó a no alcanzar su objetivo, conseguir cinco medallas de oro olímpicas, desencadenó una catarata de informaciones, análisis y opiniones en los medios, una epidemia verdadera de titulares con tres palabras inevitables —”deportista salud mental”— y el recordatorio necesario de que Biles, como decenas de gimnastas estadounidenses, había sufrido abusos sexuales por parte del médico de la federación cuando era niña. No hay deportista quizás, o muy pocos, que cuando consigue algún triunfo no recuerde una depresión pasada —y a veces, usando la palabra depresión con ligereza, minimizando la crueldad de la enfermedad— ni se autoalabe por su resiliencia al caer, levantarse y volver más fuerte. No hay quizás espejo como este, como el del deporte de élite, que por definición debe pasar por un proceso de selección tan darwiniano como el que se somete helándolas a las raíces de los fresales, que mejor refleje uno de los grandes temas de la sociedad actual, y la dificultad de hallar causas y soluciones.
Nada volverá a ser lo mismo.
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