La palabra pandemia
Es un castigo: es de la estirpe de hecatombe, catástrofe, apocalipsis, esos compuestos griegos que anuncian lo terrible


No es extraño que estemos como estamos: vivimos, desde hace más de un año, en una palabra que nunca habíamos usado. Por desgracia es coherente: vivimos una situación que nunca habíamos vivido —y ni siquiera imaginado. La vida está hecha de sucesos muy diversos —extraordinarios, tristes, aburridos— pero imaginables; esta es la primera vez que nos sucede a millones y millones algo que ni temíamos. Ni en nuestras peores pesadillas nos veíamos encerrados, enmascarados, sometidos a caprichos confusos, tan ignorantes, aterrados: esos grotescos que ahora son la norma.
Y la palabra está a la altura. La palabra pandemia es un castigo: es de la estirpe de hecatombe, catástrofe, apocalipsis, esos compuestos griegos que anuncian lo terrible.
Hecatombe viene de hekaton —cien— y bous —bueyes— porque era el sacrificio tumultuoso de cien bueyes; catástrofe, de cata —hacia abajo— y strofi —girar— por decir que la suerte se hundió; apocalipsis, más leve, es solo apo —fuera— y calipto —esconder— para decir revelación. Son palabras hechas de dos palabras, cruces peligrosos. Pandemia sigue el mismo modelo con recochineo: pan es todos, demos es pueblo. Una pandemia es lo que le sucede a todo el pueblo, a todos los pueblos.
(Fue otro de esos momentos que solo entendemos cuando ya pasaron: el 11 de marzo de 2020 aquel virus chino había matado a 4.921 personas y la Organización Mundial de la Salud, en medio de sus confusiones habituales, decretó que la situación merecía la calificación de pandemia. Parecía una tontería, puro nominalismo: qué más daba que fuera pandemia o academia o infodemia. Entonces no sabíamos).
Ahora, un año más tarde, ya nos acostumbramos: vivimos ahí. Y sin embargo se diría que también en esto hemos vivido equivocados. Si pandemia es lo que les sucede a todos los pueblos, les sucede de formas tan distintas que es abusivo postular que lo mismo les sucede a todos. La vacuna es un ejemplo brusco: ¿qué semejanza, digamos, entre lo que les sucede a los israelíes o los emiratíes o los americanos, vacunados a tope, y a los españoles o los italianos o los uruguayos, vacunados alguito, y a los gaboneses o los paraguayos o los tailandeses, vacunados nada?
En un mundo donde decir todos es un abuso de lenguaje, las vacunas muestran esa diferencia como pocos eventos conocidos. Los países más ricos las concentran como concentran todo el resto: riquezas, recursos, armas, saberes, la comida —y esa concentración consigue que les falte a tantos otros. En estos tres o cuatro meses de campañas, Norteamérica y Europa usaron casi la mitad de las vacunas que se aplicaron en el mundo —con un décimo de su población. Y aun así no consiguen curarse y les faltan dosis y el resto del planeta se degrada y queda claro, cada vez más claro, que salvarse solo es brutalmente injusto y, peor, que no sirve: que salvarse solo no es salvarse. La pandemia es catástrofe, hecatombe, etcétera. La pandemia es de todos.
Ahora sí lo sabemos: si alguna vez hubo una vez en que pareció necesario cambiar normas y costumbres, esa vez es esta. Por eso me sorprende que, aun así, gobiernos y organismos internacionales no hayan decidido apostatar —por un ratito— de la sacrosanta propiedad privada: recuperar y distribuir las patentes de esas vacunas para que se produzcan cuantas más mejor en todos los laboratorios que puedan hacerlo. Me sorprende todavía más que las ¿izquierdas? del mundo no lo conviertan en clamor, movimiento imparable, reclamos en las calles del planeta: Vacunas Para Todos. Lo podemos hacer; solo lo impiden las mismas normas que siempre impiden casi todo.
No lo hacemos. Deben ser, seguramente, los efectos secundarios de la covid: que, además de frágiles, nos volvimos todavía más tontos, más sometidos, más insignificantes. Para esa pandemia, que se sepa, todavía no hay vacuna.
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