En el parque nacional Soomaa, el lugar de Estonia donde se vive una quinta estación
El deshielo primaveral hace que los ríos de esta pequeña selva báltica se desborden inundando caminos, bosques y senderos. Un momento del año esperado y en el que se entiende la importancia de las ‘haabjas’

En Estonia los árboles son mayoría. Crecen en todas partes y dan vida a bosques interminables. Sobre todo hay álamos y pinos silvestres. Sus troncos se talan y con su madera se hace leña. Mucha. El invierno se extiende de noviembre hasta casi mayo y es frío. Gélido. Oscuro. Depresivo. La leña, talada con el cuidado con el que se corta el jamón, se apila, encajada como un Tetris, fuera de unas aisladas casas de madera con tejados a dos aguas de los que emergen chimeneas. Estonia es fuego, humo y ceniza.
El parque nacional Soomaa se encuentra al suroeste del país, en las laderas occidentales de las tierras altas de Sakala y en las tierras bajas de Pärnu. Una especie de isla dentro del país. El agua tiene presencia en forma de ríos (Halliste, Kopu, Lemmjogi, Navesti y Raudna) y de pantanos (Kuresoo, Ördi, Kikepera, Valgeraba y Riisa). Pantanos que, en realidad, son colinas rellenas de agua. Un paisaje boscoso atravesado por larguísimas pistas de tierra. En Tõramaa, donde se cruzan varios de estos caminos, se encuentra el Centro de Visitantes del parque.
Para visitar el parque, lo mejor es alquilar un coche en el aeropuerto de Tallin, la capital de Estonia. El sitio se encuentra a unas dos horas de trayecto. Uno se puede alojar en alguno de los complejos turísticos que hay dentro y en los alrededores del mismo. Soomaa Holiday Village es uno de esos centros turísticos, ubicado a orillas del río Halliste, que pone a disposición de sus huéspedes un servicio de alquiler de canoas, de tablas para hacer paddle surf, bicicletas y trineos. Repartidos por todo el parque hay zonas habilitadas para hacer pícnics y embarcaderos, un básico en este territorio.
Soomaa es una pequeña selva báltica y recorrerla en coche es como un safari. Además de agua y árboles, está habitado por castores, linces, ciervos, grullas... Cuando el invierno se ablanda y la primavera es una promesa remolona, su superficie líquida se desborda y lo inunda casi todo. Tanto que los habitantes del lugar se desplazan en haabjas, unas canoas de madera de álamo hechas por unos maestros carpinteros que se están extinguiendo. También las hay de plástico. Este momento del año se conoce como “la Quinta Estación”. Durante la misma, todavía huele a chimenea encendida.
Desde hace siglos el ser humano ha alterado este entorno natural y pantanoso. El pastoreo del ganado limitó el crecimiento de los árboles en las praderas. Árboles como los álamos que los vecinos usaron y usan, cada vez menos, para construir esas canoas denominadas haabjas a las que recurren para desplazarse durante las inundaciones que se producen en la citada Quinta Estación. Antes se usaban para pescar, cazar, para transportar leche, ir a la tienda, al colegio, a la fiesta del pueblo de al lado, ahora no porque apenas hay gente viviendo dentro del parque. Unas 50 personas repartidas en las aldeas de Tipu, Riisa y Sandra.

El medio de vida de la gente ha cambiado. Las antiguas granjas se están convirtiendo en complejos turísticos. La II Guerra Mundial y la posterior ocupación soviética hirieron y transformaron la zona; unos residentes rurales se vieron obligados a adoptar un sistema de agricultura colectiva y otros fueron deportados a Siberia. En el país báltico es raro la persona que no tiene un familiar o un conocido cercano que no haya muerto en Siberia. Una geografía remota que duele y que está muy presente en la memoria colectiva de los estonios.
La Quinta Estación tiene lugar justo antes de que la temperatura sea agradable, los días largos, soleados y todo sea de color verde. Un deshielo primaveral que hace que los ríos se desborden. El agua sobrante sumerge caminos, prados y bosques convirtiendo el paisaje en un lago gigante y poco profundo. Esta efímera estación termina cuando el agua se filtra y los ríos vuelven a sus cauces originales. La gente recuerda, sobre todo, las grandes inundaciones. La última fue en 2011, cuando el agua alcanzó los 5,5 metros de altura. Una serie de señales indican hasta dónde ha llegado el agua los últimos años. Nunca el nivel es el mismo y solo se sabe cuándo tendrán lugar dichas crecidas con un par de semanas de antelación. Adoptar la condición de criatura anfibia es necesaria para visitar el parque en esta pantanosa época del año. Tampoco está de más adentrarse en el sitio acompañado por un guía local.

En el interior del parque nacional hay una serie de senderos habilitados, así como plataformas sobre el agua, que pasan por torres de vigilancia y dan acceso a puentes colgantes. Para caminar sobre las superficies blandas de las turberas, empapadas por el desbordamiento de las citadas colinas rellenas de agua, en las que apenas hay árboles, se requiere el uso de una especie de raquetas similares a las que se usan para andar por la nieve. Durante el paseo se tiene la sensación de estar pisando una moqueta mullida. El guía local Indrek Vainu puede amenizar la ruta entonando una canción tradicional que, aunque la mayoría de la gente no entienda la letra, crea una atmósfera en la que uno espera la aparición de un hada.
El arte de las ‘haabjas’
Si se quiere navegar por el parque, lo suyo es contactar con Aivar Ruukel. No es un guía turístico al uso, es el impulsor del ecoturismo en Soomaa, por medio de su empresa Eesti Haabjasetls. Su negocio que se encuentra a orillas del río Navesti, justo en frente del parque nacional. Él es un tipo empeñado en conservar y dar a conocer lo que vivió cuando era un niño en Soomaa. Nombra las especies por su denominación científica en latín: Populus alba, Pinus sylvestris y Castor, para referirse respectivamente al álamo, al pino silvestre y al castor. La cultura natural de Ruukel está acorde con la habilidad con la que trabaja con sus manos. Ese saber cómo hace de él un maestro carpintero de haabjas, las canoas de madera con costados expandidos y una base poco profunda que hoy no solo son un medio de transporte para los granjeros y vecinos de la zona, también un recurso turístico durante la Quinta Estación. Desde 2021 están inscritas en la lista de la Unesco de patrimonio cultural inmaterial que requiere medidas urgentes de salvaguardia.

Dichas canoas, hasta mediados del siglo XIX, fueron parte de la cultura cotidiana de los habitantes de Soomaa. La aparición de embarcaciones más modernas y más económicas, y la construcción de carreteras, han hecho que las canoas no sean indispensables para el día a día. En consecuencia, cada vez quedan menos maestros que sepan la técnica de construcción. También influye de manera negativa la baja demanda, relacionada con el descenso demográfico de la zona, y la escasez de los árboles grandes. Para que crezcan se necesita tiempo. Justo lo que no se tiene por las prisas del mundo en el que vivimos. En ese contexto de ignorancia, impaciencia y de bajo coste se ha colado el plástico. Material más barato que la madera y que requiere menos destreza a la hora de fabricar las canoas.
Ruukel explica que la embarcación original, con capacidad para tres personas, se construye a partir de un tronco de álamo ahuecado. El árbol escogido tiene que ser de gran tamaño, con un tronco de más de medio metro de diámetro, y no estar enfermo, sin hongos en su interior. Con una motosierra se corta un trozo de tronco de seis metros de largo. El resto de herramientas que se emplean son manuales y siguiendo técnicas ancestrales. Al tronco cortado, con ayuda de un hacha, se le da forma de cigarro. El interior del mismo se talla con una azuela. Gracias al uso de agua y del fuego, la madera se ablanda y moldea. Unos palos colocados de manera transversal en el interior del tronco tallado permiten que la embarcación adopte la forma deseada. Antes de ponerla en el agua a la canoa se le aplica brea de pino.

La construcción de este tipo de canoas es un trabajo que se evita realizar en verano, cuando hay mosquitos, y se suele hacer en grupo. Es una actividad comunitaria en la que solían participar el maestro, los aprendices y vecinos. Una manera de transmitir el saber de unos a otros. Aunque también es algo que se puede hacer en solitario, cuenta Ruukel. A un ritmo de ocho horas al día, en un mes se puede terminar una canoa. Construir de manera artesanal haabjas es una manera de preservar la identidad cultural local. Ruukel es uno de esos pocos maestros artesanos que quedan. Alberga la esperanza de que las nuevas generaciones quieran continuar con su legado, por eso ha puesto en marcha un proyecto que brinda la posibilidad de conservar esta tradición y enseñar a los jóvenes a construir canoas. Embarcación que no solo es folclore, también es útil.
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