Así es Ometepe, la isla de los volcanes gemelos que emergen de un lago en Nicaragua
Ajena a la urgencia del mundo, este enclave posado sobre las aguas del Cocibolca exhibe una naturaleza escénica reconocida por la Unesco y también cierta magia ancestral

Solo los alaridos de los monos congo rompen el silencio en Ometepe. También el suave oleaje del Gran Lago de Nicaragua, más conocido como Cocibolca, en el que se recuesta esta isla adormilada y hermosa, una de las más grandes del mundo bañada por agua dulce. Una isla a la que dos volcanes gemelos, el Concepción y el Maderas, conectados por un istmo, dan la forma de un reloj de arena. Vista desde las alturas, bien podría tratarse del símbolo del infinito.
Está nublado, y una pegajosa humedad envuelve la travesía mientras el ferri avanza lentamente. “Bajo el cielo, resignadas, reposan las aguas melancólicas”, diría Rubén Darío en alusión a este lago, el más extenso de Centroamérica, corazón líquido de un país henchido de poesía y revolución. Al fondo, un haz de niebla desdibuja el perfil de los colosos, atravesando su cima como una aguja.
Una leyenda dice que fueron dos amantes que, en una suerte de Romeo y Julieta a lo nicaragüense, protagonizaron una historia trágica. Tal vez por ello el Concepción (1.610 metros) es temperamental y entra en erupción con mucha frecuencia. La última vez, en mayo del pasado año, aunque fue un arrebato suave, sin lava, que solo emitió cenizas y gases. El Maderas (1.394 metros), extinto desde hace ocho siglos, parece más reflexivo. En su cráter tapizado de bosques descansa una laguna envuelta en un halo espectral.

Naturaleza brutal
Más allá de la poderosa presencia de los volcanes, a los que también hay quien ve con el erotismo de unos pechos gigantescos, Ometepe es una isla ajena a la urgencia del mundo, que conserva la brutalidad de la selva y el aire primitivo. Es también uno de los pocos lugares del planeta donde los tiburones nadan en un lago y donde en los árboles retoza el momoto cejiazul, un ave llamada así por su franja celeste sobre los ojos al modo de un antifaz.
Esta naturaleza desbordante (que le valió la designación de la Unesco, en 2010, como Reserva de la Biosfera) es la que mueve a los viajeros que vienen a practicar lo que se conoce como ecoturismo de bajo impacto. Algo tan sencillo como caminar a lo largo de sus múltiples rutas. Las más demandadas son las que coronan la cima de los dos conos, pero requieren al menos seis horas para alcanzar el Maderas, y tres o cuatro más para el Concepción, así que están reservadas a montañeros con experiencia.

Ríos, forestas, playas y humedales completan el catálogo salvaje de la isla, que esconde parajes tan bonitos como la cascada de San Ramón, de 120 metros de altura, o el Ojo de Agua, una fuente natural con propiedades medicinales en la que no es raro ver, mientras se chapotea, a tropas de monos capuchinos. También un entorno tan exuberante como el de Charco Verde, donde además de un mariposario y una pequeña laguna se esconde una playa de arena negra con vistas a los gigantes de fuego.

La historia tallada en la piedra
Ometepe fue, para los pueblos indígenas, una especie de tierra prometida. Un oasis sagrado en el que los chorotegas, los náhuatl y los mayas fueron dejando el rastro de su presencia a través de grabados, ídolos de piedra y artefactos de uso cotidiano. Escarbar en sus pliegues más profundos supone toparse con asombrosos petroglifos (hasta 1.700 se llegan a contar) en uno de los mayores conjuntos de arte rupestre de toda América.
Muchos de estos vestigios del pasado precolombino se encuentran en el Museo El Ceibo, donde se repasa la historia de Nicaragua a través de la cerámica y que posee la más completa colección de monedas que han circulado en el país en todos los tiempos y en todas las épocas. “No hay mejor método que la artesanía para entender la herencia cultural”, explica su director, Germán Ghitis, que presume de una delicada colección de figuras femeninas “en las que la mujer está representada con tanta belleza como autoridad”.
Hoy, mucho tiempo después, también la vida discurre sumida en una magia ancestral. Encajadas entre el agua y el fuego, pequeñas poblaciones se extienden por los municipios de Moyogalpa y Altagracia, apartadas del bullicio remoto y el ruido de los motores. En toda la isla no se encontrará un solo taxi ni un vehículo de alquiler: solo los típicos tuk-tuk, que aquí los llaman “caponeras”.
Poesía que corre por las venas
La felicidad en Ometepe consiste en la sencillez. En degustar sin prisas una repocheta, que es una tortilla de maíz con queso y frijol licuado, a la que se añade una ensalada de repollo. En tomar, bien fresquita, una Toña, la cerveza nacional, mientras el sol se diluye en la playa de los Mangos, vistiendo a los volcanes de un tono amarillento. En burlar el calor tropical con una siesta a la sombra de un malinche, al que llaman el árbol del amor porque “cuando pierde las flores, no quedan más que las vainas”.

Y siempre con el eco de versos universales que irrumpen, de pronto, en cualquier paseo. Fragmentos de textos líricos sobre los muros desconchados recuerdan que la poesía es un orgullo compartido. Será, quizás, porque el reflejo de los volcanes sobre las aguas perfora la sensibilidad, pero en Ometepe hacen suya aquella expresión popular: “De poetas y de locos, todos tenemos un poco”.
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