Jarana a la cubana
A Camilo de Ory (Segovia, 1970), que acaba de publicar 300 (Editorial El Gaviero), un poemario extraído de sus estatus de Twitter, le invitaron a un festival de poesía en La Habana. Era el debut del poeta, que reside en Málaga, en la isla de Cuba, y la primera vez que se montaba en un avión.
¿Cómo fue el despegue?
El viaje fue iniciático en muchos aspectos. No había volado nunca y me iba a montar en cuatro aviones de una tacada. En el primero me reía histéricamente; en el tercero conseguí quedarme dormido.
¿Qué me dice de la llegada a La Habana?
El festival era la cosa más maravillosamente desorganizada del mundo. Conocí a gente como Eugeni Evtuchenko, que el primer día llevaba un pedo considerable, lo cual me hizo solidarizarme con su postura ante la vida.
¿Le imitó alguna noche?
Varias. Me alojaba en una casa de visita, una pensión que el Gobierno pone para los asistentes a este tipo de actos. Compartía habitación con un negro de dos metros, un indio con melena y un señor con gafas muy simpático, que resultaron ser un cantante increíble de boleros, un editor de Puerto Rico y un poeta local. Nos hicimos muy amigos; cuando llegaba a las tantas de la noche, ellos se preocupaban mucho.
¿Durmió fuera?
Sí, literalmente. Aunque en Cuba es muy difícil emborracharse, ya que sudas inmediatamente lo que bebes, lo conseguí una noche. Tras la jarana en el hotel Habana Libre, me quedé dormido en la acera, enfrente del hotel. Nadie me tocó un pelo hasta que vino a despertarme un policía para recomendarme que me fuera a casa.
¿Qué se percibe en la calle?
Música, que está por todas partes. A veces iba a un club que se llama La Zorra y el Cuervo. Las paredes estaban llenas de fotos de mitos del jazz que habían pasado por allí. Cuando fui no estaban tocando los mitos, sino unos tipos que interpretaban música tradicional de muy buena calidad.
¿Bailó al ritmo caribeño?
No solo lo bailas, lo vives. Un día estuve casi media hora delante de una ventanilla esperando a que la chica que atendía terminase de hablar por teléfono. Ella, con todo su Caribe encima, le contaba la vida a una amiga mientras yo esperaba pacientemente. Me sentí como en casa.

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