El misterio de la filantropía
El avión transportó mascarillas y trajes de protección, y en los palés se podía leer: “Aunque los océanos nos separen, nos une la misma luna”
Con las Navidades recién pasadas y la fiesta de Reyes a la vuelta de la esquina, me parece importante recordar la trascendencia que puede tener el acto de regalar, a pesar de vivir en una sociedad donde la filantropía sigue estando en ciernes, como cuento en mi nuevo libro sobre España. Obviamente no me refiero a los paquetes debajo del árbol navideño. Cualquiera que haya estado en Estados Unidos sabe que cuesta encontrar un estadio, un museo o un teatro que no lleve el nombre de un generoso donante. Esa filantropía norteamericana es un llamamiento al corazón y a la generosidad de los más pudientes, si bien les sirve asimismo para inflar su ego y su vanidad. Los nombres de los donantes aparecen con letras grabadas en los edificios que patrocinan. No menos significativo, las grandes fortunas saben que un dólar donado es un dólar que se deducirá en su próxima declaración de la renta.
En cambio, he seguido en España un estéril debate sobre la ley de mecenazgo, la cual debería establecer un marco tributario para impulsar donaciones a cambio de bonificaciones fiscales. Tengo la impresión de que España es un país con una idea muy avanzada de la solidaridad social y la igualdad, al tiempo que mantiene una complicada relación con la riqueza individual.
En mayo de 2019, la fundación de Amancio Ortega ofreció 310 millones de euros a los hospitales para luchar contra el cáncer. Sin embargo, Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos, advirtió: “Una democracia digna no acepta limosnas de multimillonarios para dotar su sistema sanitario, les hace pagar los impuestos que les corresponden y respetar los derechos de sus trabajadores”. El debate fue acalorado en las redes sociales, en las que se presentaba a Ortega como un empresario malhechor. Ante semejante reacción, ¿cómo se va a animar cualquier otro rico a seguir el ejemplo de Ortega?
Una vez una amiga me prestó un libro para que pudiera comprender lo que ella llamaba “el cainismo español”. Miguel de Unamuno escribió Abel Sánchez en 1917, pero también se sintió obligado a añadir, en su segunda edición, un llamativo prólogo en el que escribía sobre su regreso a España, tras años en el extranjero, para descubrir que la envidia se había convertido en “la lepra nacional”.
¿Por qué los españoles son más indulgentes frente a los despilfarros políticos o fracasos colectivos que frente a los varapalos individuales? Al igual que a muchos otros europeos, me parece que los españoles no valoran lo suficiente el éxito personal (salvo en algunos ámbitos, como el deporte). Y rechazan el fracaso. Por el contrario, los estadounidenses que han hecho fortuna suelen mencionar todo lo que se fue al traste antes de que las cosas fueran viento en popa o citan ejemplos famosos, como el de Sam Walton, quien, pese a la declaración en bancarrota de su primer establecimiento, luego desarrolló un negocio gigantesco, Walmart.
Walton fue también un ejemplo de perseverancia que deberíamos seguir, igual que hizo Ortega al principio de la pandemia, ofreciendo transportar equipo médico de emergencia desde China. El 20 de marzo, un vuelo de Inditex aterrizó en Zaragoza. El avión transportó mascarillas y trajes de protección, dispuesto todo ello en unos palés en los que, tanto en mandarín como en castellano, se leía la siguiente frase: “Aunque los océanos nos separen, nos une la misma luna”.
Raphael Minder es corresponsal de The New York Times en España y autor de ¿Esto es España? Una década de corresponsalía (Península).
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