Sálvese quien pueda


Podríamos no hacerlo, no escribir, seleccionar otra imagen. Pero si no escribimos sobre lo que nos hace daño, qué será de nosotros
Hay días en los que escribir da miedo. No el miedo a la cuartilla en blanco, sino al de la existencia sombría. Sombría y llena de esto, por ejemplo. Llena de esta mujer que, ustedes lo saben, acaba de perder a su bebé en el mar. Podríamos no hacerlo, no escribir, seleccionar otra imagen. Olvidar esta. Te levantas de la mesa, das una vuelta por la casa, te preparas un té verde con jengibre, qué sé yo, y vuelves al ordenador un poco más calmado, dispuesto a abordar otro asunto, los hay a cientos, algunos de ellos muy graciosos. Pero si no escribimos sobre lo que nos hace daño, qué será de nosotros. Cuando evitamos lo insoportable, luego nos duelen los oídos o padecemos vértigo o se nos quita el apetito.
—¿Pero qué coño vas a escribir sobre esta escena, desgraciado? —dice una voz dentro de ti.
—No lo sé —respondes—, me acabo de poner, no me atosigues.
—Si es que no tienes nada que decir porque tú no entiendes la relojería del mundo, no comprendes las relaciones económicas, careces de cultura analítica. Te saldrá un vómito sentimental, sentimentaloide, una idiotez.
Lleva razón la voz, te dices. Pero esos vómitos rebajan tu ansiedad pequeñoburguesa. Los utilizas precisamente para eso. Lo malo es que cuanto más te calmas tú, más se descalma la realidad, que está desencajada y te persigue con ese rostro atroz para ponerte a prueba. Pone a prueba tu estabilidad mental, tan frágil, tan precaria, tan a punto de fundirse como un circuito eléctrico sobrecargado. No puedes ya con esto. Ya no, ya no. Vas renunciando al texto a medida que lo compones. Sálvese quien pueda.
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