La política de la mentira
Las realidades alternativas, retorcidas o fingidas son el ingrediente principal de los mensajes de aquellos que ejercen el poder


“Con un anzuelo de mentira se pesca una carpa de verdad”. Eso dice el buen Polonio en Hamlet y tiene toda la razón. La mentira jamás es un pasatiempo inocente: es una trampa que se coloca a sabiendas y en la que se espera que caigan presas. El recurso, pues, de quien espera obtener de la falsedad unos beneficios concretos. En asuntos políticos esto queda clarísimo. Se miente a conciencia, porque la vieja y lustrosa idea de que el fin justifica los medios (derivada de una glosa de Napoleón Bonaparte a El Príncipe, de Maquiavelo, pero que de todos modos se ha tachado siempre de “maquiavélica”) ya ni siquiera es puesta en tela de juicio. Y ese cacareado fin, por más ropajes nobles que se le quieran echar encima, suele ser solamente este: obtener o acrecentar el poder.
Se engaña por estrategia; se fabula para ganar o sostener una imagen y también para darles piedras afiladas a las hondas de los partidarios; se calumnia para estigmatizar a los adversarios y demolerlos sin correr los riesgos que implicaría un auténtico debate de ideas y hechos. La “postverdad”, como vemos, es lo de hoy: esas cabriolas que se hacen ante la realidad para intentar refutar hechos comprobados con esos quiméricos “otros datos” que solo sirven para el consumo de los fans, pero que tantos ingenuos en las redes y tantos irresponsables en los medios (por inercia, conveniencia o ineptitud), replican sin contraste.
Las metódicas patrañas oficiales tienen un nombre muy claro: propaganda. Una palabra, por cierto, que ha caído en desuso en la misma medida en que la propaganda real ha ganado suficiente poder y presencia para, ante los ojos de muchos, hacerse pasar por verdad o, cuando menos, como “versión oficial”. A estas alturas no hacen falta demasiados ejemplos personalizados de ello porque la mentira ya es un hábito y nos la topamos (mejor dicho, nos la restriegan en la cara) todos los días. Cualquier monitoreo serio de las palabras de aquellos que ejercen el poder (y acá van incluidos todos, desde la escala municipal hasta la presidencial, pasando por gubernaturas, legislaturas y oficinas de altos mandos de organismos multilaterales) arroja consistentemente el resultado de que los embustes, las “medias verdades” y las realidades alternativas, retorcidas o fingidas son el ingrediente principal de la ración cotidiana de mensajes que nos infligen a los ciudadanos.
Por eso es que tantos políticos, hoy en día, están en pie de guerra contra cualquier instancia que pueda refutarlos con razones y argumentos y levante, por lo tanto, obstáculos al flujo sin fin de “postverdades”. Por eso se ataca un día sí y otro también a la crítica civil y a la prensa que no sea “amistosa” y a una y otra se le confunde, interesadamente, con los aparatos de propaganda de otros poderes (que existen, desde luego, pero que es muy simple identificar y distinguir de las voces críticas legítimas). Por eso se acosa y persigue a los entes públicos, privados o ciudadanos (instituciones autónomas, organizaciones no gubernamentales, e incluso universidades o grupos académicos o científicos) que puedan emitir datos objetivos que se opongan a las versiones oficiales y sirvan como punto de referencia para poner en perspectiva las paparruchas. Eso al poder no le gusta ni le conviene. Cualquier atisbo de independencia en la opinión, por tanto, es visto con inquina o directamente atacado… Con mentiras.
El poder contemporáneo no sabe ni quiere convivir con el escepticismo, la reticencia, la duda razonable ni mucho menos con la crítica articulada y fundamentada. Quiere sumisión, aplausos o silencio. Y cree que para que reinen sus “otros datos” primero tiene que quitar de en medio los datos reales y a quien los emite. ¿Y la verdad dónde queda? Pues enterrada debajo de la propaganda “necesaria” para la mayor gloria del poderoso. Amarga verdad.
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