Porno duro
Algo estamos haciendo mal, o algo no estamos haciendo para, en pleno XXI, tener esas bombas en el cuarto de los niños


De cría rebuscaba en la basura. No por hambre del buche, sino del espíritu. Con un solo sueldo y cuatro bocas en casa, para mis padres todo lo que no fuera comida y libros era capricho. Así que, para la lectora omnívora que fui antes de que las pantallas me arrasaran las neuronas, las revistas y tebeos que tiraban otros eran pura ambrosía. Un día, tendría 12 o 13 años, me explotó entre el botín una bomba atómica. Era un folleto para adultos, o sea, un imán para mis ojos. Pero no un Interviú, ni un Lib, ni un Playboy, con el surtido de pubis, tetas y culos que tenía tan vistos. Era una revista X con fotos hiperrealistas de penes, ortos y vulvas interaccionando en primerísimo plano que me provocaron arcadas y me dejaron trastornada varios días con sus noches. Una era niña, no tonta. Antes de eso, la lectura de alguna novela de las del salón, a las que nos dejaban barra libre, me había provocado turbación y deseo. Pero aquellas imágenes ofendieron mi inocencia y pervirtieron mi idea del sexo más que un millón de palabras. No sé si me explico.
Aquí y ahora, uno de cada cuatro menores de 13 años ve porno y lo tiene como referencia para iniciarse en el sexo. Lo que ven y lo que hacen a solas lo imagino. Nada nuevo bajo la capa de ozono. Lo peor es que no hayamos aprendido nada. En mi familia no se hablaba de cintura para abajo, hasta el punto de que tuve que aprender a ponerme tampones a escondidas. Nadie, tampoco, ni en casa ni en el cole, me habló de la ternura, el goce y el misterio del sexo. Pero eso fue el siglo pasado. Algo hacemos mal o no hacemos en este para tener tamañas bombas en el móvil de los críos y no poner contrapesos en la familia ni en la escuela. Por eso me repugna tanto el pataleo de esos políticos que acusan a quienes intentan educar sexualmente a los niños de adoctrinarles, pervertirles y animarles a masturbarse. Algo que jamás hizo falta, por cierto.
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