Contra los escraches
Son actos que asaltan la división entre lo público y lo privado, una de las claves de la convivencia


Christopher Hitchens cuenta en su autobiografía que en el año 1970 participó en un escrache. La Oxford Union había invitado a Michael Stewart, secretario de Estado de Asuntos Exteriores, para un debate sobre la guerra en Indochina que se convirtió en una encerrona. Hubo abucheos, gritos de “asesino” y finalmente una soga que quedaba a pocos centímetros de la cabeza del político. La sensación, escribe Hitchens, era embriagadora y nauseabunda.
Los escraches se presentan a menudo como una reacción impulsada por las buenas intenciones y causas nobles. Una de sus contradicciones es que, para evitar la crueldad, quienes realizan escraches recurren a la crueldad: insultan a un político en la puerta de casa y dicen que le falta empatía; en defensa de los débiles hostigan a una candidata embarazada. Se intimida personalmente a un cargo público: a veces, para expresar un rechazo a las políticas que ejecuta, como ha pasado con la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena; otras, como ha ocurrido con la candidata de Ciudadanos a la alcaldía de Madrid, Begoña Villacís, ni siquiera eso: estaba en la oposición. El escrache desprecia el procedimiento y muestra una desconfianza en la democracia liberal, que tiene numerosos mecanismos de protesta y formas de articular las reivindicaciones individuales y colectivas para presionar a los políticos o rechazar sus iniciativas.
Muchas veces son sectarios y contrarios al pluralismo: con frecuencia, su objetivo es impedir que quienes no nos gustan puedan expresar sus opiniones o pedir el voto. En los últimos meses hemos visto varias noticias en ese sentido: unas ideas políticas democráticas, se decía, no podían defenderse en un espacio; un debate no podía tener lugar en una universidad. No deberíamos ser indulgentes con esa actitud, al margen del lugar del espectro político del que provenga. En varios casos recientes los escraches los han sufrido mujeres, y venían acompañados del arsenal habitual de insultos machistas.
El escrache asalta la división entre lo público y lo privado, una de las claves de la convivencia. Quien padece un escrache sufre un proceso de deshumanización. En un acto de violencia ritualizada que ha perdido su crudeza, pero no su espíritu, queda reducido a un símbolo: es su cargo, su ideología, un recipiente de la hostilidad. Cuando Hitchens recordaba el escrache en sus memorias citaba unos versos de D. H. Lawrence: “Y ahora tengo algo que expiar: / una mezquindad”. @gascondaniel
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