Felices ‘ma non troppo’
Es mejor trabajar sobre lo que une que exigir perdones que pueden separar


En Escocia pasan cosas muy raras, nos advertía ayer la sección de Ciencia. Una de ellas, relataba, es lo que le sucede a Jo Cameron, una mujer de 66 años que —gracias a una mutación genética— no siente dolor. Esto es algo muy útil en las visitas al dentista, pero bastante más peligroso cuando, por ejemplo, se maneja la plancha. Pero hay más. Los expertos explican —y vamos a simplificar— que la señora Cameron tiene un exceso de anandamina. Se trata de un compuesto presente en nuestro cuerpo que produce bienestar y tiene unos efectos similares a la marihuana (naturalmente, esto es un mero símil teórico desde el más absoluto desconocimiento práctico, conste). ¿El resultado? Que no solo no siente dolor sino que además siempre está contenta. O al menos contentilla.
Pero aquí viene lo curioso, porque Cameron reconoce llanamente: “Soy ridículamente feliz y es molesto estar conmigo”. Una frase tremenda, si se reflexiona sobre ella, y que da para al menos dos conclusiones. La primera es que una cosa es no sentir dolor y otra muy diferente no sufrir. Lo primero, salvo desgraciadas excepciones, es algo posible de aliviar cuando no de eliminar. Lo segundo es mucho más complicado de tratar. Podemos enmascararlo o reinterpretarlo, pero al contrario de lo que sucede con el dolor, el sufrimiento —como tal o sus cicatrices— dura para siempre.
La segunda conclusión es que, en general, nos parece fenomenal que los demás sean felices, ma non troppo. “Vivieron felices para siempre” normalmente es un final de cuento. O al menos lo era hasta que surgió la moda de reescribir no solo la historia sino también la fantasía.
Una concepción derivada del concepto de expiación religiosa es que se puede arreglar el estado de desorden que causa el daño cometido mediante un acto —por ejemplo, un pago— o una fórmula —una petición de perdón—. Es decir, mediante lo que se llama una reparación. Pero sucede que esa reparación no palia el dolor ni muchísimo menos borra de un plumazo el sufrimiento. Por eso, en vez de perseguirnos —personas, Gobiernos o países— epistolarmente exigiendo reparaciones tal vez deberíamos concentrar esa energía en recordar y subrayar aquellas cosas que demuestran que cuando compartimos somos más felices. O al menos estamos contentillos, que en los tiempos que corren no es poco.
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