Desastres no solo naturales
Las construcciones en zonas inundables representan un peligro creciente

Una de las características más claras del cambio climático es la imprevisibilidad meteorológica. La gota fría no es desde luego un fenómeno nuevo en el Mediterráneo, más bien todo lo contrario, pero puede alcanzar una intensidad no conocida, con una rapidez imposible de prever y, por lo tanto, que impide avisar a la población a tiempo. Ocurre lo mismo con los huracanes en el Atlántico: siguen apareciendo en la misma época, pero como acaba de ocurrir con el ciclón Michael en Estados Unidos, su comportamiento es mucho más peligroso y errático. En este caso, un frente pasó en apenas dos días de ser una tormenta tropical a convertirse en un letal huracán de fuerza 5, desconcertando a los expertos.
Aunque la meteorología lleva mucho tiempo utilizando la teoría del caos, sus previsiones son cada vez más difíciles de ajustar cuando se producen fenómenos extremos. Por eso, las medidas de prevención son esenciales, como demuestra la tragedia ocurrida la semana pasada en Sant Llorenç (Mallorca), que costó la vida a 12 personas y un desaparecido. Era imposible prever una tromba de agua tan intensa y tan prolongada, pero sí era posible saber que el municipio podía inundarse porque ya había ocurrido seis veces desde 1850, la última hace 11 años.
En España existen decretos y leyes de todas las Administraciones, empezando por el Plan Hidrológico Nacional de 2001 y continuando con el Real Decreto 638 de 2016, para regular las construcciones en zonas inundables, que están catalogadas. Sin embargo, el problema es que estas medidas no se aplican y esto tendrá efectos cada vez más graves porque durante los años de bonanza la urbanización en zonas costeras españolas fue tan intensa como caótica. Como explicó a este diario un geógrafo: “En los años ochenta y en los noventa nos pusimos las botas ocupando los torrentes”. El Ministerio para la Transición Ecológica cifra en 1.342 las áreas de riesgo potencial significativo de inundación, mientras que diferentes organizaciones ecologistas calculan que hay 40.000 construcciones en ellas. Resultaría casi imposible derribarlas, pero sí se pueden tomar medidas para prepararlas ante lo imprevisible. La erosión de los suelos y el hormigón son problemas añadidos. De hecho, algunas ciudades como Copenhague han puesto en marcha planes para instalar suelos permeables en previsión del aumento de las inundaciones, porque está claro que el clima solo va a ir a peor.
Más allá del debate sobre si la alarma de Aemet llegó a tiempo o no —solo se lanzó la alerta roja, la más elevada, a las diez de la noche, cuando una ola imparable de barro, árboles, piedras, coches y agua había arrasado ya el pueblo— o sobre los medios de los servicios de Protección Civil, lo esencial está ahora en aplicar unas leyes en vigor en unas zonas que además están identificadas. No existe ningún modelo científico para prever un terremoto, pero sí se adoptan medidas para reducir sus efectos. En las zonas que pueden verse afectadas por fenómenos climáticos extremos tendría que actuarse con la misma mentalidad. Lo ocurrido en Mallorca fue sin duda un desastre natural, pero empeorado por la acción humana.
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