Semáforos
Por delante más de una hora de trayecto. Gratas perspectivas... hasta que el chófer decidió que yo necesitaba conversación


Me repantigué cómodamente en el asiento trasero del coche que aquella universidad había facilitado para devolverme a casa. A mi lado los cuatro periódicos nuestros de cada día (en ese papel que cruje y tizna los dedos) y por delante más de una hora de trayecto. Gratas perspectivas... hasta que el chófer decidió que yo necesitaba conversación. Era joven y pedagógico. Tras las preguntas formularias sobre si iba cómodo, si tenía calor o frío, etcétera, le convencí de que todo estaba perfecto (no añadí, como Manolete a su mozo de espadas, “y en silencio, mejor”). Entonces empezó su lección. “Como sé que a usted le interesa la política...”. Descarté de inmediato tal suposición, pero continuó sin hacerme caso. “Puedo decirle en confianza que yo soy liberal”. Lancé un sordo gruñido que podía expresar aplauso, agravio o simple acidez de estómago. Pareció satisfecho. “Ya sabe usted en qué consiste el liberalismo”. Ahora preferí resoplar, lo que pareció animarle. “Se lo voy a explicar”. Gemí pero él se portó como suelen los cielos: no me hizo caso.
“¿A usted le gustan los semáforos? A mí no. Imponen sus parones rutinarios y coartan nuestra libertad de circulación. ¿Acaso cualquier conductor no sabe cuándo debe ceder el paso, aminorar la marcha o acelerar? La prudencia es responsabilidad de cada cual, ya somos adultos, ¿no? Si cruzan niños o ancianitos, las personas normales les respetaremos: y los locos les atropellarán aunque vean la luz roja. Que el que quiera ir despacio pise el freno y que nos dejen a los buenos conductores sortear velozmente los obstáculos. Las órdenes sólo sirven para producir atascos. Tanto frenar y arrancar estropea los motores. Prefiero que cada uno, libremente...”. Dije en voz demasiado alta que me gustan los semáforos y me parapeté tras un periódico.
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