Injusticia
Entonces veo bajar del autobús a la chica muerta en un barrio de las afueras


En mi cabeza, un poco mayor que la de mi perro, cabe un autobús grande. Grande, rojo y municipal que admite, sin distinción, vivos y muertos. El autobús recorre la periferia de toda la ciudad porque en mi cabeza cabe también una ciudad grande. Si cierro los ojos y me recuesto en el sofá, puedo pasar la tarde siguiendo el autobús. Aquí se baja un hombre gordo cuyo nudo de la corbata tiene la forma y la textura de un tumor, la coloración de una víscera. Las grietas de sus zapatos negros se abren como heridas al tocar el suelo. Allí se suben unas chicas que acaban de salir del instituto. Una de ellas está muerta, pero nadie se lo reprocha gracias a los derechos civiles recientemente conquistados. Cuando ya estoy a punto de dormirme, el autobús da un frenazo dentro de mi cabeza y vuelvo en mí, aunque no abro los ojos. Entonces veo bajar del autobús a la chica muerta en un barrio de las afueras. Son las seis de la tarde, ha comenzado a anochecer y la temperatura ha caído en picado. La chica muerta se desliza por la calle como una sombra, excepto cuando pasa por debajo de un farol que la ilumina brevemente, como un cono de luz a una actriz.
La chica muerta se encuentra con su padre, también muerto, en el portal. Se besan, suben juntos en el ascensor y entran en un piso frío con las luces apagadas. El padre muerto comienza a preparar la cena mientras la chica hace los deberes envuelta en una manta. Sobre las nueve llega la madre, que es la esposa del hombre, y que está viva. Comen los tres bajo la bombilla de bajo consumo de una lámpara sucia comentando el programa de la tele. ¿No te parece injusto, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano, que en una cabeza poco más grande que la de un perro quepa tanta pena?
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