Unamuno y la teología de la eterna inquietud
La sociedad española necesita un don Miguel de hoy que, así como el de ayer gritó “¡Maura no!” “¡Romanones tampoco¡”, proclame hoy “¡Rajoy no!” “¡Sánchez, Iglesias y Rivera tampoco!”


Vencido el año, uno de los diagnósticos razonables es que la sociedad española, abrasada por la corrupción, por la precariedad laboral causada por políticas corrosivas y la murga catalana (la descripción que mejor le cuadra es el neologismo planicordio, incordio planificado, que debemos a Stanislaw Lem) necesita con urgencia un Inquietador, un agitador de conciencias que remueva aquí y allá la percepción plana y deprimida de la realidad que nos aqueja. Vencido el año, es inevitable acordarse para este papel del Inquietador español por excelencia, don Miguel de Unamuno, muerto un 31 de diciembre de 1936 abrumado desde fuera por las ruinas de una guerra incivil y desde dentro por la zozobra permanente sobre la inmortalidad de su alma.
Contradictorio, arbitrario, soberbio (“Yo soy soberbio, cual Satán altivo / me quiero todo a mí”), tan egocéntrico que quiso salvar su Yo para toda la eternidad, insociable, alzado en armas (intelectuales) contra los jesuitas, el Gobierno, el Rey, los profesores de universidad (“unos haraganes”), las fuerzas vivas y muertas de Salamanca y los caciques, nunca estuvo a gusto con nada (salvo con su mujer, Concha Lizárraga) y manifestó su disgusto por todo. Pasó por destituciones y exilios, pidió la República, la rechazó ya constituida y se encaró agriamente con el fajismo franquista. Unamuno fue “una fuerza espiritual de las mayores que esta pobre España tiene”, dicho sea con palabras de Francisco Giner de los Ríos. Y que tendrá, habría que añadir.
Es probable que su contribución a la filosofía sea discutible, incluso prescindible. Su concepción de la intrahistoria (tan opuesta a la de Hegel) no tiene hoy vigencia y su idea de la vida como lucha interminable contra la negación se explica por su ego oceánico y una teología doliente. Nada de eso tiene importancia frente al huracán polémico de su verbo, de sus ensayos incendiarios y de su posición enhiesta contra esto, aquello y lo de más allá. El troquel que conformó a Unamuno desapareció de España con su muerte (“De Unamuno no hay cosecha”, sentenció Giner). El enfrentamiento con Millán-Astray y la camarilla de espectros rebeldes en el paraninfo de Salamanca no solo expone su valor irreductible frente a la miseria moral del golpe de Estado sino el reconocimiento de un trágico error (su apoyo inicial a los facciosos) pagado con remordimiento y quizá la muerte.
Si tuviésemos que definir tres coordenadas básicas de la política española actual con tres doloras de don Miguel, podrían ser éstas: 1) “Me importa poco que hablemos vascuence, castellano o lapón, lo que deseo es que nos entendamos, cosa que por desgracia no sucede. 2) “La retórica ha sido sustituida por la propaganda [el relato]. La retórica es el arte y la técnica de manejar colectivamente a los hombres sin profanarlos”, y 3) “No hay cosa más repugnante que explotar la ignorancia ajena”. Queda demostrado que duele la ausencia de don Miguel y su teología de la inquietud permanente. O de un don Miguel de hoy que, así como el de ayer gritó: “¡Maura no!”, “¡Romanones tampoco!”, proclame hoy: “¡Rajoy no!” “¡Sánchez, Iglesias y Rivera tampoco!”.
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