En defensa del calor
Tras dos años viviendo en Bogotá, sufro de madriditis, aquí no me importa sudar


Cuando trabajaba en Verne solíamos tener profundos debates sobre temas, a priori, banales que, al final, se desvelaban trascendentales. Por lo menos para nosotros. ¿De verdad ha nacido un niño de la unión de una mujer y un enano en una despedida de soltera? Llamábamos a unos cuantos hospitales de la costa de Levante para comprobarlo. Por el momento no hay registros. ¿Las naranjas con manchas oscuras contagian el sida? El responsable de la Fundación de la Lucha contra el Sida nos aclaró que era imposible.
Pero, tal vez, mi debate favorito fue el del frío y el calor. ¿Todos lo sentimos igual? ¿Depende de dónde hayas nacido? ¿Es psicológico? Aquel día aprendí que el frío es frío. ¡Oh, sorpresa! Depende de una serie de señales que van al cerebro y se mueven en un rango que (casi) todos compartimos. La respuesta se la dio un catedrático de Psicobiología a mi compañero Jaime. En ese momento preferí no dudar de su palabra. Pero me quedé con la cantinela de que algo le debía pasar a mis termorreceptores, los que tenemos en la piel para percibir estos sentidos.
Tras dos años viviendo en Bogotá, a 2.600 metros, en las montañas de Los Andes, bajo la lluvia constante, confirmo que mis receptores sí sufren de algo. Mientras todos sudáis, os quejáis, blasfemáis mirando al cielo y a los meteorólogos, yo asiento sabiéndome mentirosa para no perturbar el derecho a la pataleta del personal. Ya sé lo que me pasa, a mí y a mis sentidos. Sufro de madriditis, aquí no me importa sudar.
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