El Sáhara fértil alumbra cine


Fértil en luz, música e historias con la cadencia del paso del dromedario. Tanto sol alumbra cine. También une el desierto. No solo une a las tribus nómades que no saben de qué lado de la frontera viven, toda vez que las dunas se mueven y disuelven líneas políticas trazadas sobre mapas imaginarios.
También une el desierto a los habitantes de las ciudades próximas, los que todavía ven palmeras y arbustos, algún árbol, en el último paisaje. Los une la arena en el aire, el cielo naranja furioso al atardecer, y esa respiración seca, resquebrajada, el sol que hiere la piel, incluso en invierno.
A las puertas del Sahara.
Zagora es una de esas ciudades, a pocos kilómetros de que el Sahara haya quedado decretado en los mapas, en el Gran Sur marroquí (parafraseando a Jack Kerouac). Es una ciudad fundada por los colonizadores franceses al sur del Atlas, limpia, nueva, de estética tradicional cuidada, color arena. Antes, la región de Zagora era los pocos pastos, las mimosas en flor, las acacias, los asentamientos nómades y las kasbahs, antiguas fortalezas árabes que siguen siendo espacios comunitarios muy vivos y, de unas décadas a esta parte, codiciados decorados del cine de Hollywood, como los muros de la vecina Ouarzazate.
En Zagora, desde hace más de diez años, se organiza el Festival de Cine Transsahariano, que simboliza esa unión de desiertos en pantalla. Como en cada edición, la duodécima -que ha finalizado hace unos días, bajo el lema 'Cine y Tolerancia'- ha mostrado una selección de filmes cuyo común denominador es el desierto, presente, en Sonora, Atacama o Gobi; o intuido detrás de los cristales y el aire acondicionado de un gran rascacielos de Bahrein.
Porque el desierto no es solo arena. Hay oasis y padeceres en los paraísos artificiales como los de las potencias petroleras de Medio Oriente y también en las cabañas de paja de los recolectores de dátiles pobres de Irak.
Este año, dos buenas impresiones a nivel cinematográfico: Theeb, de Naji Abou Nouar, un western jordano emocionante, ambientado durante las primeras décadas del siglo XX, sobre las aventuras de un niño que debe enfrentarse a la aridez del desierto y a la de la mezquindad, solo; la otra, una película irregular pero valiosa, Soy Nojoom, divorciada a los 10 años, de Khadija Al Salami, que a partir de una historia real denuncia los matrimonios de niñas en Yemen, las cuestiones tribales, sus miedos, sus daños ancestrales y la opción de poder comenzar a cambiar las cosas.
Mientras tanto, de este lado de la pantalla, los chicos jóvenes del pueblo aplauden cuando una pareja se toma de la mano y celebran a viva voz los acontecimientos de la ficción. Emociona, sobre todo, ver cómo ovacionan el desenlace favorable a la niña de la película yemení, con ese padre condenado judicialmente por abuso, por casar a su hija de menos de 10 años, un asunto que, lamentablemente, toca muy de cerca a una parte de la población marroquí.
En el patio de butacas del humilde centro cultural, entre los chicos que aplauden las decisiones de aquel lado de la pantalla, se sienta también la gente del oficio, los realizadores, guionistas y periodistas que llegan de las ciudades de la costa (de Rabat o Casablanca) y los muchos que se han formado como vestuaristas, iluminadores o montajistas en las escuelas de cine de la zona (Ouarzazate y Marrakech), que seguramente nacieron para dar respuesta a la necesidad de mano de obra especializada que requieren los grandes estudios americanos.
Hollywood lleva aquí un buen tiempo, aprovechando la luz de la estepa africana para contar las grandes epopeyas bíblicas (el caso emblemático es el Jesús de Nazaret de Franco Zeffirelli), los momentos culminantes de Roma (Espartacus) o los más bellos hallazgos literarios, como El cielo protector, de Bernardo Bertolucci sobre libro de Paul Bowles. También siguen viniendo realizadores indpendientes, como la canadiense de origen marroquí Kathy Wazzana, que llegó hace un tiempo porque quería contar algunas historias del éxodo judío y visitar las sinagogas de esos caminos que un día transitaron amablemente juntos los musulmanes y los judíos bereber y sefardíes (hasta que el Estado de Israel decidió "invitarlos" a poblar sus propios desiertos). Son esos pobladores de los confines que hoy se siguen echando de menos.
Fotograma de 'Pour une nouvelle Seville', el documental de Kathy Wazzana sobre la identidad judío-árabe.
Aquí hacen carrera, por supuesto, los productores locales, habituados a hablar de tú a tú con los grandes de la industria, a salir de madrugada a hacer 'localizaciones' entre las dunas, o a negociar tierras para el cine con los alcaldes.
Entre los hombres de turbante y chilaba azul, y algunos turistas que vienen de vivac, en cada mesa de cada pequeño café de la calle principal (o la única) de Zagora, se multiplican las anécdotas sobre aquel bolo en Rey de Reyes o en la última Misión imposible. Hasta la cárcel de Zagora llega el cine, para que un día cualquiera de la semana se convierta en una fiesta compartida entre los internos y los actores de una taquillera comedia nacional.
El mercado de Tamegroute.
En las estribaciones del macizo del Anti-Atlas, los penúltimos pueblecitos marroquíes antes de Argelia, las plantaciones de sandías (que aquí maduran siempre más temprano), los zocos ambulantes, los burros, el recuerdo de las caravanas "a 52 días de Tombuctú", el verde-manganeso de las tejas y la cerámica al costado de la ruta, la estampa más bella del escueto río -el Draa- entre palmeras; también los hombres que arrastran camélidos para las fotos de los turistas y todo el mundo aprovechando lo aprovechable (cada rama de palmera alimenta un horno de vasijas o de pan). Nada se tira en el desierto, que justamente empieza cuando el último verde es la acacia que comen los dromedarios.
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